lunes, 28 de febrero de 2011

El Reencuentro (2da parte)

Entró Doña Fidelia perezosa a la casa.  Miguel la seguía muy de cerca.  El ambiente sabía a un amargo nervioso y la casa poco a poco recuperaba la luz que le hacía falta. 

Doña Fidelia se dedicó a poner agua para el café.

¿Qué estará pensando? – Se preguntaba Miguel mientras se sentaba a la mesa y dejaba su maleta polvorienta a un lado.

Y Doña Fidelia, como que estuviera sola, encendió el radio de la cocina por costumbre casi al mismo tiempo que se hundía en la refrigeradora buscando lo que prepararía para cenar.

-  Dí algo mamá –dijo Miguel mientras sacaba un cigarillo para fumar.
-  No fumes en la casa- dijo Doña Fidelia dándole la espalda mientras buscaba la tabla de picar y un cuchillo.

Miguel se levantó de la mesa y salió al patio a fumar.  Al encender el cigarillo se percató de sus manos temblorosas. 

¿Qué hago si no me acepta de regreso?- Se preguntaba al sentir que su cuerpo se extremecía con el viento nocturno.  Y mientras dejaba que lentamente la nicotina entrara a sus pulmones, su mente buscaba las palabras precisas con las que le hablaría a su madre.

Cuando terminó de fumar botó lo que quedaba del cigarillo y lo pisó apagándolo. Se compuso la camisa y el cabello como si eso le diera coraje para hablar con su madre y regresó adentro.

Su madre concentrada pelaba unas zanahorías gordas.

-                            -   Mamá, quiero hablar contigo – Dijo Miguel volviéndose a sentar a la mesa.

Doña Fidelia no interrumpió ni por un segundo su labor y todavía de espaldas le contesta:

          -          Anda, habla.
          -         Mamá, quiero explicarte el por qué me fui del pueblo.  No lo quería hacer pero las cosas se me habían complicado.  ¿Te acuerdas cómo terminó mi relación con Jimena?  Eso me afectó mucho.  A pesar de que habían pasado cuatro meses ya, yo no conseguía olvidarla.  Y luego tú me estabas presionando para que siguiera en la Universidad.  La verdad es que no me apetecía en ese momento. Acababa de salir de la escuela y quería un poco de libertad.  Y en el trabajo, Don Pancho, me tenía bajo la mira.  No había un movimiento que hiciera sin que él estuviera atrás regañándome porque no lo hacia todo a la perfección como él quería.  El día que me marché, no sabía que lo iba a hacer.  Salí de acá a trabajar como siempre y al estar esperando el bus la multitud me agobió y ahí fue que me entró el deseo de largarme de aquí.  Asi que esperé a que fueras al mercado para sacar las cosas que necesitaba y un dinero que tenía guardado.   Y así me fui sin un rumbo fijo...
            -          ¿Sabes que tu padre ha muerto?- Dijo Doña Fidelia cortante y firme, ahora pelando una papa.
            -           Si lo sé.  ¡Lo siento mucho mamá!  Quise venir al funeral pero estaba muy lejos y no tenía dinero  para el pasaje. ¿Me podrías perdonar?

Doña Fidelia detuvo su labor por un momento que pareció eterno.  Miguel esperaba impaciente las palabras que se esfumaron en el pensamiento.  Doña Fidelia continuó pelando la papa como que si nada.

            -          Mamá, ¡yo te quiero!  ¡No hay día que no haya pensado en ti!.  Para tu cumpleaños te añoraba y me ponía mal de saber que no estaba a la par tuya para abrazarte.  Cuando murió papá también hubiera querido estar contigo para consolarte.  Era un adolescente estúpido jugando a hacerme el adulto. Ahora lo sé.  Pero en ese tiempo creía que lo que había hecho era lo mejor del mundo.  No me daba cuenta que huyendo de los problemas sólo iba a hacer que me siguieran como sombras inútiles.  Me costó muchos años aprender de mis errores y la verdad me arrepiento por la forma en que me fui.  Lo siento mamá, de verdad que lo siento.

Doña Fidelia dejó el cuchillo  y la papa que cortaba a un lado, se limpió las manos en el delantal de flores desaliñadas y volteó a ver a Miguel por primera vez a los ojos.  Los ojos de Doña Fidelia estaban ardiendo de sollozos ahogados. 

             -          Si es cierto que me quieres, si es cierto que no dejaste de pensar un día en mí... ¿por qué no tuviste la decencia de escribirme y enviarme una carta? Tan solo una me hubiera hecho feliz.

A Miguel se le desmoronó el alma en ese momento.  Hundió sus manos en el cabello y dijo:

              -    ¡Por idiota!  Como te lo dije era inmaduro e idiota en ese tiempo. Un perfecto animal.  Creí que era dueño del mundo y que no necesitaba a mis padres.  Pasaron los años y poco a poco me dí cuenta que era una locura.  Empecé a madurar y comprendí que ustedes son los que me dieron el ser. Que les debía mucho respeto y amor por que tuve una niñez feliz y porque las enseñanzas que me dieron me hicieron ser el hombre que soy.  Pero para cuando me dí cuenta no creí que te hubiera gustado recibir una carta despues de no saber de mí por seis años.  Lo siento...yo pensé...

Doña Fidelia observaba a su hijo como se observa a un diamante: con cautela, reconociendo cada detalle y tratando de descubrir todos sus secretos.  Se puso de nuevo de espaldas a Miguel pero no cogió ni el cuchillo ni la papa.  Se quedó pensativa y pasiva.  Miguel empezó a llorar primero con suavidad pero luego con el sentimiento de un hijo arrepentido y necesitado de amor.  Doña Fidelia apagó el radio y junto al sonído del viento manso se escuchaba el ahullido desgarrante de Miguel. 

Doña Fidelia no pudo más y corrió hacia él para consolarlo.  Lo abrazó fuerte, largo y lo acompañó en el llanto.  Miguel se aferraba a la cintura de Doña Fidelia como se aferran los recuerdos a la mente.  Doña Fidelia le acarició el cabello con sus arrugadas manos y le dijo:

-   ¡Bienvenido a casa hijo!.









lunes, 21 de febrero de 2011

El Reencuentro

Me acuerdo de esa tarde en el que llegó Miguel. Las hojas de los árboles bailaban al son del viento y las golondrinas afilaban sus picos en las ramas como cuchillos en la chaira.   Yo estaba sentada a la par de su madre, Doña Fidelia, meciéndonos con la brisa dulce, tejiendo como las arañas tejen sus enredaderas.

Miguel partió una mañana de septiembre diez años atrás.  No dejó testimonio  del por qué, ni el para qué, ni el a dónde.  Se marchó como se marchan los marineros que se embarcan al mar, sin dejar rastro y sin saber cuando regresarán. 

Su madre solía recordarlo con una canción triste llamada “Déjame Llorar”.  ¿Por qué se fué?  Se preguntaba elaborando mil historias en sus sueños rotos.  El día en que él partió, ella le preparó el desayuno como siempre solía hacerlo.  Charlaron de lo que el día les deparaba y escucharon las noticias en la desvencijada radio con el mismo locutor vago. El se despidió con un beso desabrido como el pan, sin ella saber que ese había sido el último detalle nulo de su presencia.  Ella vivía recordándolo como se recuerda la primera caricia que robó tu inocencia.

Corrían los rumores como corrientes de agua en los cuáles se decía que Miguel había partido en un avión a Buenos Aires, Argentina. Que andaba recorriendo los Andes en el tren marchito. Que caminaba por los despolvorientos caminos que lo llevaron a Bariloche, cabalgaba con gracia felina por las Pampas y remaba en las heladas corrientes de la Isla Grande de Tierra del Fuego.

Decían las malas lenguas que Miguel quiso escribirle a su madre pero no lo hizo por dejarle una huella profunda en el corazón.  Para hacerle recordar que él no era como su padre que le debía de honrar y cuidar para toda la vida sino el hijo que debía de vivir sin tener que ocuparse de una vieja inútil como el zapato desgastado y agujereado. También decían que él se llegó a casar en Mendoza.  Que el día de su boda fué tan grande y popular que el alcalde de la ciudad le dió un cargo importante a Miguel en la municipalidad.

Doña Fidelia sollozaba en los brazos de su esposo José todos los días, pero él murió un año después de la partida de Miguel.  Dicen que la tristeza le entró como puñalada en el corazón y por eso le dió ese paro cardiaco que se lo llevó al paraiso. No le quedó otra a la pobre de Doña Fidelia que compartir sus amargas lágrimas con la almohada que cada noche la acompañaba en su soledad.

Pero llegó Miguel como forastero polvoriento en esa tarde calurosa de agosto, con su andar pausado y sereno.  Su madre solía planear su reencuentro que dibujaba en su mente como el artista en un lienzo:  con cuidado, con todo detalle, sin perder nada. Pero cuando Miguel llegó esa tarde ella estaba de espaldas a la oxidada puerta y no frente a ella como creyó en sus sueños.  Estaba acurracada en la misma mecedora donde solía contarle cuentos a Miguel de niño. Relinchaba la mecedora con cada movimiento débil. Nos encontrabamos charlando de ilusiones ciegas mientras atesorábamos la puesta de sol. Doña Fidelia se encontraba serena y ambigua como siempre.  Tenía puesto su delantal de rosas desentonadas que contrastaba con el fondo azul de su vestido.  Sus canas rítmicas se enredaban en los zurcos de su arrugado rostro.  Él se acercó lentamente y se sentó a la par de ella en el banquito de madera donde debiera estar la limonada.  Estuvieron sentados mucho rato sin hablar, sin mirarse a los ojos. Yo observaba de reojo la escena sin saber que hacer.  En silencio los tres escuchabamos el canto gregoriano del viento.  Después de unos minutos Miguel dijo: “Los atardeceres siguen siendo los mismos de siempre”.  Doña Fidelia no lo volteó a ver, tan sólo contestó: “Sigue siendo el mismo sol de siempre”.  Y los tres observábamos como el sol perezosamente desaparecía tras la cordillera.  Yo pensaba que éste no era el reencuentro que Doña Fidelia tantas veces me confió ilusionada y profunda, pero no dije nada.  El sol seguía poniéndose, el viento seguía cantando y nosotros seguíamos en silencio observando como se transformaba la escena.   Y así cayó la noche y empezaron a brotar como luciérnagas cada una de las estrellas.  Después de una hora que pareció eterna Doña Fidelia se levantó con esfuerzo de la mecedora y sin decir una palabra caminó lerdo y pausado hacia la casa.  Miguel la siguió sigiloso y yo me quedé meditabunda y quieta.

domingo, 13 de febrero de 2011

El Amor no es como en los cuentos de hadas

Todo empezó un sábado por la noche, 19 años atrás, en aquél lugar.  Era una de las mejores discotecas de la ciudad.  Era la primera vez que podía legalmente entrar a una discoteca ya que acaba de cumplir mis 18 primaveras.  Así que un poco tímida, con mucho pintalabios y rímel, con un vestido negro muy ajustado y unos tacones muy altos también negros, fuí a conquistar aquella discoteca.  Decidí comenzar mi vida adulta con el pie derecho o con los dos pies:  Quería bailar. 

El interior era color rojo con tonos blancos y negros, butacas rojas cómodas rodeadas de cuadros abstractos que me hicieron recordar a los de Picasso. Piso de madera y una barra lujosa, larga y negra con botellas mil y secretos sin contar.  Los chicos de la barra eran dos jóvenes guapos y altos, vestidos de negro con sonrisas de porcelana.  Hacían bailotear las botellas con gracia y rapidez como en la película de Tom Cruise llamada Cocktail que por cierto cada vez que la recuerdo me hace tararear la canción de los Beach Boys “Kokomo” por días sin parar.

Pedí el cóctel llamado “Tequila Sunrise” ya que siempre me gustó el nombre y ver como la granadina va dejando una línea roja como borracho a su paso hasta tocar fondo.  Pusieron la canción de moda que era de los Hombres G y la de las Chicas Cocodrilo y yo fui sola a bailar a la pista de baile.  Nunca me importó el que dirán y menos si se trata de bailar.  Y después de los Hombres G, pusieron a Alaska y Dinarama con Como Pudiste Hacerme Esto a Mí y luego a La Unión con Ella es un Volcán.  Yo bailaba con la pajilla jugando entre mis dientes mientras mi paladar saboreaba el delicioso cóctel.  Al dar media vuelta lo ví en una esquina de la sala.   Eran los ojos cafés más penetradores que había visto jamás.  Estaba entre sombras y no podía ver bien su rostro.  Cuando me acerqué un poco más noté sus brazos fuertes y su camisa a cuadros naranja con rojo.  Tenía puestos unos jeans.  Su sonrisa era una mezcla de timidez con seguridad.  Sus ojos me devoraban de pies a cabeza y eso fue lo que más me llamó la atención de él. Tenía un tono triste en ellos como a la vez de desasosiego.  Le sonreí y seguí bailando disimulando mi curiosidad y mi deseo de hablarle. 

Se acercó y me dijo al oído: Me gusta como bailas.  Y así empezamos a bailar.  Noté que apenas se movía y me confesó que no le gustaba mucho bailar.  Me pregunté ¿por qué alguien va a una discoteca sin que le guste bailar?   Pero no me importó porque el cóctel ya se me estaba subiendo a la cabeza.  Como no estaba acostumbrada a beber me mareaba bastante rápido.  Bailamos unas dos horas sin parar.  En ese lapso de tiempo bebí dos cocteles más que me hicieron emborracharme.  Al final de la noche ya sabía que el chico aquel se llamaba Roberto y sabía toda su vida que realmente no era mucha cosa.  Tenía 20 años, se había graduado de bachiller, no estaba en la Universidad y no trabajaba.  Si me pongo a pensar en ello, no era el mejor partido, pero después de tres cócteles yo lo miraba como una super estrella.

Como cerraban la discoteca en ese momento salimos de ahí y me dijo:

-          Quiero que sepas que eres la chica más bella que he visto
-          Eso le dirás a todas - le contesté tambaleando de un lado al otro porque los tacones ya se me hacían muy altos e inseguros
-          Quiero verte de nuevo pero yo soy un peligro para tí – me siguió diciendo mientras me seguía viendo con esa mirada penetrante
-          ¿Por qué dices eso?- Le contesté
-          Por que soy un chico malo, una mala persona – Me dijo tomándome de la mano con suavidad

Yo acerqué mi cuerpo hacia él y tenía su boca a un centímetro de la mía.  Lo miré profundamente a los ojos y le dije:

-          Me gusta el peligro – Y lo besé.

Y ahí comenzo una de las relaciones más tormentosas que he tenido en mi vida.  Pasó un año entre te quieros, te odio, déjame en paz, regresa conmigo y no te quiero perder nunca.  Lloré como reí, sufrí como gozé, lo amé como lo odié.  Vi la gloria y vi el infierno.  Fui feliz como fui extremadamente infeliz.  Y nos separamos como regresamos tantas veces que ya ni sé cuántas fueron.  El era un chico guapo y lo sabía, además que era encantador y bastante sexy.   Las mujeres caían a sus pies.  Más de alguna vez me engañó con alguna pero me lloraba y suplicaba que regresara. Como yo no tenía mucha experiencia le aceptaba de nuevo.  Pero lo amé con locura como yo sé que el me amó a mí.  Nunca había experimentado tanto amor y después con el paso de los años jamás sentí la profundidad con la que lo amé a él.

Un día de lluvia en el crepúsculo de mi cumpleaños diecinueve, estaba llorando de nuevo en mi pequeña habitación.  Las lágrimas caían como las gotas de lluvia, lentas pero seguras.  Levanté la cabeza y ví mi rostro en el espejo.  Pude ver la tristeza y desolación de mi alma y me juré que no iba a llorar más por Roberto.   Que esa relación no me llevaba a ningún lado.  Tenía que continuar mi camino sin él.  Y ahí mismo terminó esa relación para siempre.

Pasaron dieciocho años sin saber de él.  Estuve con algunos hombres más, me gradué de la Universidad, me fui a vivir a Holanda, y estaba en una relación estable de cinco años, sin hijos y me sentía muy feliz con mi vida.  Regresé a mi país de visita como solía hacerlo cada dos años.  Fui con tres de mis amigas de toda la vida al café de siempre para cotillear de nuestras vidas y ponernos al día.  Era un día soleado de febrero y hacia muchísimo calor.  Siempre procuraba tomar las vacaciones en febrero ya que el clima es siempre al revés de Europa:  Mientras en Europa es invierno en Latinoamérica es verano.  Que belleza que ahora tengamos la gran habilidad de recorrer largas distancias en poco tiempo. Dios bendiga a los hermanos Wright, quienes fueron los que inventaron el aeroplano.

Y mientras mis amigas y yo hablabamos sin parar, casi a gritos, riéndonos de nuestras travesuras y contándonos todo,  sentí como que un rayo me partía.  El corazón me palpitaba rápidamente como que tuviera taquicardia. Me pusé muy nerviosa sin saber el por qué. Hasta llegué a pensar de que eran los primeros síntomas de un infarto.  Cuando estaba a punto de contarles a mis amigas lo que estaba sintiendo lo ví caminar enfrente mío.  Era Roberto, con su mismo andar pausado.  Con un poco de libras de más y con unas cuántas canas. Pero era un Roberto distinto al que yo conocí en el pasado.  No había ni tristeza ni desasosiego en su mirada más bien serenidad y paz.  Iba de la mano con una chica muy guapa, delgada con unas tetas envidiables y bastante risueña.  Se veía que lo idolatraba.

Lo ví pararse de repente frente a mi mesa a una distancia de tres metros.  Podría jurar que tuvo la misma sensación que yo de un rayo partiéndole por dentro.  Veía al suelo confundido y perdido.  Luego vió el rostro de su amada sin decir palabra y levantó la vista hacia donde yo me encontraba.  En ese primer segundo en el que dos mundos vuelven a colapsar se siente como que la tierra se abré de par en par y empiezan a salir una por una las memorias que refundiste en el último rincón de tu inconciente.  Los besos, los paseos, las sábanas perfumadas en la cama, las risas, los llantos, los cuerpos, los amigos, su ombligo, sus vellos, su olor.  ¡Todo!

Nos vimos sin decir palabra pero nos decíamos todo con la mirada.  Una de mis amigas me hizo una pregunta la cuál no contesté.  Al ver mi cara volteó a ver.  Mis tres amigas sabían quien era él.  Las otras dos me voltearon a ver para acto seguido verlo a él.  La acompañante de él, confundida, lo veía a él y me veía a mí sin saber muy bien que hacer. Le preguntaba ¿Quién es?  Y él no le respondía y seguía con su mirada fija en mí.

Como hipnotizada me levanté y empecé a caminar hacía él.  En todo el recorrido que me tomó dos minutos pero pareció de diez horas no nos dejamos de ver ningún instante.  Y las memorias seguían saliendo como si hubiera sido ayer. Un beso tierno en su pecho, mis dedos recorriendo su piel, un atardecer lluvioso en la cama, un por qué y para qué. Me paré enfrente de él y seguimos viéndonos por unos segundos más.  Muy dentro de mí volvía a sentir todo ese amor, toda esa locura que me atrajo aquella primera vez y que me hizo amarlo por diecinueve años. Que tonta, muy tarde me doy cuenta. Tenía ganas de tirármele encima, de morder sus labios, besarlo con locura y decirle cuánto lo seguía amando. 

Pero sólo atiné a decir:

-          Que gusto me da verte de nuevo - Le extendí la mano como se acostumbra en Holanda esperando su respuesta.
-          El gusto es mío - Dijo él abrazándome tímidamente sin saber muy bien como guardar la distancia para evitar lo inevitable.
-          Te presento a mi esposa Karla – Dijo él saliendo del encantamiento de nuestras miradas.
-          Mucho gusto – dije yo dándole un par de besos en las mejillas y maldecir el momento en el que él dijo que era su esposa.

Y así nos contamos brevemente nuestras vidas frente a la mirada penetrante de su esposa Karla.  Era evidente que los dos queríamos hablar más a profundidad de ciertas cosas, pero evitamos hacerlo por respeto a su esposa.  Y así pasaron cinco minutos hasta que el mesero les vino a avisar que su mesa estaba lista.  Nos despedimos como cualquier viejo amigo y ellos se dirigieron a su mesa y yo a la mía.

Mis amigas que no se habían perdido ni un solo instante de tal encuentro me preguntaban como me sentía. Habían notado un poco de incomodidad de parte de los dos y que no sabían como interpretarlo.

Yo les contesté viendo al vacío:

-          Me siento de nuevo enamorada, me siento de nuevo atrapada en su alma.  No quiero dejar de sentirme así.  Mi corazón se ha alegrado, me siento en paz, me siento feliz. Le quiero besar, le quiero acariciar y quiero decirle cuanto lo he extrañado. Pero nuestro reencuentro fue en el tiempo equivocado, como equivocada fue nuestra relación.  Lamentablemente chicas, el amor no lo es todo, y no siempre terminas  con un final como en los cuentos de hadas.  Será en otra vida, o será en otras vidas, pero en ésta no será jamás.  No se puede dañar a terceros tan sólo por querer amar. 

Y con esas palabras llamé al mesero y le pedí tres shots de tequila.  Teníamos que brindar por el amor que a veces la vida nos dá y que conservamos aunque no tengamos un final feliz.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Mi Abuela Marta



Mi madre contaba que cuando mi abuela Marta tenía 17 años su padre le dijo que él tenía un candidato perfecto para que ella se casara al año siguiente, después de graduarse. Mi abuela se sorprendió de semejante propuesta ya que ella creía que los matrimonios arreglados ya no existían en sus modernos tiempos. Es más, ella tenía muchas amigas que tenían novios elegidos por ellas sin que sus padres interfirieran. Mi bisabuelo Carlos le dijo que el jóven era hijo del dueño de la fábrica de telas en la cuál trabajaba y que el dueño mismo le había hecho la propuesta después de haber visto a mi abuela Marta un día que iban a almorzar juntos. Eso significaba una promoción en el trabajo para él así que ella no le debía fallar. Mi abuela Marta sintió un retorcijón en el estómago y quizo gritarle que ni lo pensara pero ella le tenía mucho miedo y respeto a su padre así que no dijo nada. Mi bisabuelo Carlos era un hombre corpulento, de casi dos metros con unas manos y unos pies de gigante. Así que su presencia era bastante intimadora incluso para ella.

En ese tiempo era guapa mi abuela Marta, muy delgada, con finos ademanes, el cabello negro muy largo hasta la cintura, ojos de un negro intenso. Mi bisabuela decía que parecía una gitana. Mi abuela Marta tenía que recorrer cada día una hora de camino entre la casa y el Instituto de señoritas María Auxiliadora donde ella estudiaba. Ella había visto en varios de esos viajes en bus a un jóven delgado y guapo que se subía dos paradas más arriba que la casa de mi abuela. Intercambiaban miradas pero ni ella ni él se atrevían a hablar. A ella le volvían loca esos rulos negros que caían sobre el rostro. También la forma de mirarla con melancolía y deseo que hacían que sus ojos verdes fueran aún más intensos. Cada vez que sonreía sus dientes eran de una blancura tal, que parecía una sonrisa salida de los anuncios “Colgate”.

Ella sin querer se había enamorado de él y le escribía cartas de amor que guardaba en la caja de zapatos que escondía bajo su cama. No sabía tan siquiera su nombre pero cada día esperaba con ansia esos encuentros furtivos. Siempre salía de su casa a las 7 en punto porque su madre así la apuraba. Ella dejaba ir el bus de las 7:05 para tomar el de las 7:15 porque en ese siempre se subía el jóven aquél.

Asi que ese día de la noticia ella no sabía que hacer. Se sentó a escribirle una carta al jóven. Escribió unas líneas y no le parecieron. Arrugó el papel y lo botó al cesto de basura. Volvió a escribir algo en un papel nuevo y tampoco le gustó. Y lo volvió a arrugar y a botar al cesto de la basura. Así que el tercero se lo pensó bastante y escribió: Estaré a las 3 de la tarde en los campos de basquet. Espero verte. Marta

Al siguiente día muy nerviosa se levantó y ni quiso desayunar. Salió de su casa un poco más temprano pero como siempre esperó el bus de las 7:15. Se sentó en el último asiento vacío y esperó a ver si lo veía. Y como siempre el jóven se subió en la misma parada. Cruzaron sus miradas y una sonrisa tímida se dibujó en el rostro de ella. Pero había subido tanta gente en la misma parada aquella que él se perdió al final del autobús y ella no sabía cómo darle el papel. Esperó bastante agitada hasta llegar a la parada que estaba frente de la Biblioteca Nacional porque sabía que ahí se bajaba mucha gente y el autobús quedaría medio vacío. Al llegar a dicha parada, las personas empezaron a bajar y ella se paró y empezó a caminar hacia atrás. Lo encontró y precisamente a la par de él había un asiento vacío. Se sentó a la par de él y sentía cómo los nervios le recorrían todo el cuerpo. Temblaba mucho y no sabía si podía darle el papel. El no le dijo nada pero sabía que ella estaba ahí. No se vieron ni un sólo segundo pero los dos trataban de verse de reojo. Pasaron algunas paradas más y ya sólo faltaba una parada para llegar a la del Instituto. El corazón le palpitaba demasiado rápido y sentía que se desmayaba. Cuando se paró para bajar le dejó caer el papel encima del regazo pero notó que el papel recorrió por sus manos y cayó a sus pies.

Se maldijo por haber sido tan torpe, por no hacerlo con delicadeza. ¿Quién sabe si él lo había recogido y si iba a verlo esa tarde? Pasó toda la mañana en las clases como hipnotizada, dando vueltas a la cabeza de lo que podría haber pasado con el papel. ¿Lo habría recogido? ¿Se habría dado cuenta? Terminó el instituto y de regreso a casa. Nunca lo veía al regresar, siempre era en las mañanas, pero de todas maneras miraba a cuanta gente había en el autobús por si acaso.

Esa tarde mi abuela Marta fue a las canchas de basquet. Siempre iba con su amiga Elisa los martes y jueves así que no sería novedad para sus padres. Le contó todo a Elisa y Elisa muerta de la risa le decía que nadie en la vida pudo haber cometido semejante estupidez en un momento así. A mi pobre abuela Marta se le caía la cara de vergὓenza y le hacía perder cada vez más la esperanza de ver al jóven aquel en ese lugar.

Veinte minutos después de las tres ya se había desilucionado.  Creyó que él no iba a llegar. Se disponía a tirar una canasta cuando lo vió sentado en la banca de enfrente a la cancha. Casi no podía creerlo. Cuando le comentó a Elisa al oído no sabía bien como ir a hablarle. El había llegado con un amigo así que dejar a Elisa sóla no era problema. Elisa le dijo que iba a idear la forma de hablarles. Ella era más atrevida que mi abuela Marta. Así que con disimulo, según Elisa, y un poco más de descaro, tiró la pelota a los pies del jóven. Mi abuela Marta tenía que recogerla. Y así fue como mi abuela Marta empezó a hablarle a José Roberto. Y así fue cuando José Roberto y mi abuela empezaron a verse cada martes y cada jueves en las canchas de basquet. Y así fue como Elisa también empezó a verse con Rodrigo el amigo de él. Y así fue que cuando mi bisabuelo Carlos le presentó al hijo del dueño de la fábrica una tarde en la cuál para mi abuela nunca existió y ni siquiera se acordó de su nombre.

Un mes después se hizo novia de José Roberto, a escondidas de mis bisabuelos. Nunca olvidó aquel primer beso. Sentía que volaba sin tener alas. Sentía que el mundo era él y sólo él. Y así se escondían en cada rincón para besarse cada vez que pudieran. Pasaron los meses y llegó la graduación de mi abuela. El estuvo presente pero guardando la distancia para que mis bisabuelos no lo descubrieran. El se había graduado el mismo año y tenían muchos sueños y planes juntos. A ella hasta se le había olvidado la proposición de mi bisabuelo Carlos. No se había hablado más del tema desde la visita del jóven a la casa, así que ella había pensado que a lo mejor él se había arrepentido. Mejor para ella.

Pasaron unos dos meses más y ella ya tenía un trabajo como secretaria ejecutiva en una corporación financiera. José Roberto también había encontrado un trabajo como recepcionista de un hotel cinco estrellas. Mi bisabuelo Carlos le volvió a hablar a mi abuela Marta un viernes por la noche del hijo del dueño de la fábrica y le dijo que tenían que fijar la fecha de la boda en cuanto antes porque le urgía tener la promoción para tener más ingresos.

Cuando mi abuela escuchó semejante noticia sintió que su mundo se le vino abajo. Mi bisabuelo Carlos le dijo que le había ofrecido la vicepresidencia de la fábrica y que eso se concretaría al momento de que la boda se realizara. Una furia mezclada con miedo de no volver a ver a José Roberto se apoderó de ella y le gritó a mi bisabuelo Carlos que en esos tiempos ya no existían los matrimonios arreglados. Que ella no amaba al jóven aquél y no quería casarse de esa manera. En toda la casa rezonaron sus sollozos, gritos y lamentos y mi bisabuelo Carlos sorprendido de tal reacción le propinó una bofetada en la cara para calmarla, pero sólo consiguió que mi abuela Marta, consternada, se fuera a su habitación cerrándola de un golpe y sollozando como una desquiciada.

Y por más ruegos que hizo mi bisabuela Josefina para que Martita saliera de la habitación, no sucedió, ni ese día ni el día siguiente. Y mi bisabuela Josefina, tan menuda y flacucha como era, forzó la cerradura para abrir la puerta hasta lograrlo. Cuando la abrió se encontró con una habitación en desorden, vacía y triste. ¿Y a dónde se habrá ido Martita? preguntaba mi bisabuela Josefina, muy preocupada por ella. Y se armó tal escandalo en la casa, ya que no se sabía del paradero de mi abuela Marta. Buscaron primero en la casa de su amiga Elisa. Como no la encontraron ahí hicieron que Elisa llamara a todas las posibles amiguitas con las que ella pudiera estar. Esta tarea tomó bastante tiempo porque no todas las personas tenían teléfono en esos tiempos así que había que ir a las casas de ellas a preguntar. Y aunque Elisa sabía exactamente dónde se encontraba mi abuela Marta, no dijo ni una sola palabra.

Exhaustos mis bisabuelos de tanto revuelo fueron a la policía. La policía poco cooperativa les hizo una serie de preguntas y entre ellas les preguntaron: ¿Tiene su hija algún noviecillo a escondidas? Y cuando iban a contestar que no, los dos cayeron en cuenta en que si cabía la posibilidad de que así fuera. Empezaron a recordar que mi abuela Marta había cambiado su comportamiento en los últimos meses. Se empeñaba en arreglarse mucho cosa que no le había interesado antes. Mi bisabuela la cogió varias veces poniéndose el lápiz labial rojo que ella usaba sólamente en ocasiones especiales. Cantaba y bailaba en la casa como una enamorada y a veces se quedaba viendo a un punto fijo en la pared recordando algo sonriendo como una idiota. Cuando le preguntaban, ella siempre decía que algo gracioso había pasado en el Instituto y nadie preguntaba más.

Regresaron a su casa y mi bisabuela Josefina se fue directo a su habitación. Buscó en cada rincón hasta encontrar la caja de zapatos que había debajo de la cama y empezó a leer una por una las cartas que mi abuela le había escrito a un desconocido. Porque no aparecía el nombre de José Roberto en ninguna de ellas.

El lunes de la siguiente semana mis bisabuelos se presentaron al trabajo de ella esperanzados de verla ahí para darse cuenta que hasta eso había dejado. Y así pasaron horas, días y meses sin saber de su paradero.

Mi bisabuela Josefina lloraba desconsolada y soñaba con ella todas las noches. Mi bisabuelo Carlos se culpaba por haber sido tan tonto de pensar sólo en él a la hora de decidir con quién se casaba su hija.

Y después de un año exacto de la desaparición de mi abuela Marta, se presentó ella ante la puerta de su casa. Mi bisabuela Josefina al abrir la puerta se desmayó de la alegría de verla. Y mi bisabuelo Carlos entre consolar a su esposa y ver a su hija no sabía ni a donde poner toda su atención. Y unos minutos más tarde cuando mi bisabuela Josefina se recuperaba y los dos se serenaban se dieron cuenta que mi abuela Marta llevaba un bebé en brazos. A mis bisabuelos se les olvidó en ese momento los días de desdichas, de desconsuelo y de desilución para darle la bienvenida a su primer nieto.

Y después de que mi abuela Marta contara toda su historia de amor,  decidieron aceptar a José Roberto al final porque era un buen muchacho y además se había casado con mi abuela Marta para salvar su honor. Así que gracias a ello José Roberto es mi abuelo y ese primer nieto viene siendo mi papá, César. Gracias al amor de mi abuela Marta y mi abuelo José Roberto es que nosotros existimos y sabemos que el amor puede contra marea y viento.

martes, 8 de febrero de 2011

¿Quién es Kutz?

Kutz es un pavoreal coqueto e inteligente. Nació para hacer cosas en grande ya que no le gusta la mediocridad. Kutz es positivo, llena de energía, alegre, jovial. Busca constantemente la perfección. Le gusta la diversión, es imposible quedarse en casa con los brazos cruzados y sin hacer nada.

Su optimismo y actitud hacia la vida sirve de ejemplo a los demás. Quiere ser normal pero se reinventa tantas veces que destaca y no lo puede evitar. Se entusiasma mucho con los desafíos y traspasa sus propios límites. Se propone una meta y no descanza hasta lograrla. Le gustan los riesgos, no puede vivir sin ellos. Casi siempre que arriesga triunfa ya que no es conformista, siempre está buscando algo mejor. No le importa nada el qué dirán. Su meta final es alcanzar el éxito y la felicidad total.

A Kutz le encanta hacer amigos y tiene muchos pero atesora a sus amigos más íntimos como si fueran lo más valioso del mundo. Si eres amigo de Kutz considérate alguien muy especial. Media vez tu amistad sea verdadera, te ayudará y te protegerá para toda la vida.

Kutz es el nombre del Pavoreal en el Calendario Maya. Eres Kutz si naciste entre el 15 de noviembre al 12 de diciembre.

Yo soy Kutz y estos son mis cuentos.

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