Me acuerdo de esa tarde en el que llegó Miguel. Las hojas de los árboles bailaban al son del viento y las golondrinas afilaban sus picos en las ramas como cuchillos en la chaira. Yo estaba sentada a la par de su madre, Doña Fidelia, meciéndonos con la brisa dulce, tejiendo como las arañas tejen sus enredaderas.
Miguel partió una mañana de septiembre diez años atrás. No dejó testimonio del por qué, ni el para qué, ni el a dónde. Se marchó como se marchan los marineros que se embarcan al mar, sin dejar rastro y sin saber cuando regresarán.
Su madre solía recordarlo con una canción triste llamada “Déjame Llorar”. ¿Por qué se fué? Se preguntaba elaborando mil historias en sus sueños rotos. El día en que él partió, ella le preparó el desayuno como siempre solía hacerlo. Charlaron de lo que el día les deparaba y escucharon las noticias en la desvencijada radio con el mismo locutor vago. El se despidió con un beso desabrido como el pan, sin ella saber que ese había sido el último detalle nulo de su presencia. Ella vivía recordándolo como se recuerda la primera caricia que robó tu inocencia.
Corrían los rumores como corrientes de agua en los cuáles se decía que Miguel había partido en un avión a Buenos Aires, Argentina. Que andaba recorriendo los Andes en el tren marchito. Que caminaba por los despolvorientos caminos que lo llevaron a Bariloche, cabalgaba con gracia felina por las Pampas y remaba en las heladas corrientes de la Isla Grande de Tierra del Fuego.
Decían las malas lenguas que Miguel quiso escribirle a su madre pero no lo hizo por dejarle una huella profunda en el corazón. Para hacerle recordar que él no era como su padre que le debía de honrar y cuidar para toda la vida sino el hijo que debía de vivir sin tener que ocuparse de una vieja inútil como el zapato desgastado y agujereado. También decían que él se llegó a casar en Mendoza. Que el día de su boda fué tan grande y popular que el alcalde de la ciudad le dió un cargo importante a Miguel en la municipalidad.
Doña Fidelia sollozaba en los brazos de su esposo José todos los días, pero él murió un año después de la partida de Miguel. Dicen que la tristeza le entró como puñalada en el corazón y por eso le dió ese paro cardiaco que se lo llevó al paraiso. No le quedó otra a la pobre de Doña Fidelia que compartir sus amargas lágrimas con la almohada que cada noche la acompañaba en su soledad.
Pero llegó Miguel como forastero polvoriento en esa tarde calurosa de agosto, con su andar pausado y sereno. Su madre solía planear su reencuentro que dibujaba en su mente como el artista en un lienzo: con cuidado, con todo detalle, sin perder nada. Pero cuando Miguel llegó esa tarde ella estaba de espaldas a la oxidada puerta y no frente a ella como creyó en sus sueños. Estaba acurracada en la misma mecedora donde solía contarle cuentos a Miguel de niño. Relinchaba la mecedora con cada movimiento débil. Nos encontrabamos charlando de ilusiones ciegas mientras atesorábamos la puesta de sol. Doña Fidelia se encontraba serena y ambigua como siempre. Tenía puesto su delantal de rosas desentonadas que contrastaba con el fondo azul de su vestido. Sus canas rítmicas se enredaban en los zurcos de su arrugado rostro. Él se acercó lentamente y se sentó a la par de ella en el banquito de madera donde debiera estar la limonada. Estuvieron sentados mucho rato sin hablar, sin mirarse a los ojos. Yo observaba de reojo la escena sin saber que hacer. En silencio los tres escuchabamos el canto gregoriano del viento. Después de unos minutos Miguel dijo: “Los atardeceres siguen siendo los mismos de siempre”. Doña Fidelia no lo volteó a ver, tan sólo contestó: “Sigue siendo el mismo sol de siempre”. Y los tres observábamos como el sol perezosamente desaparecía tras la cordillera. Yo pensaba que éste no era el reencuentro que Doña Fidelia tantas veces me confió ilusionada y profunda, pero no dije nada. El sol seguía poniéndose, el viento seguía cantando y nosotros seguíamos en silencio observando como se transformaba la escena. Y así cayó la noche y empezaron a brotar como luciérnagas cada una de las estrellas. Después de una hora que pareció eterna Doña Fidelia se levantó con esfuerzo de la mecedora y sin decir una palabra caminó lerdo y pausado hacia la casa. Miguel la siguió sigiloso y yo me quedé meditabunda y quieta.
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