lunes, 15 de agosto de 2016

El Luto





Después de que muere un ser querido pasas por un proceso duro, largo y de grandes desafíos.  Primero porque tienes que mitigar los “y si hubiera…”.  Los “Y si hubiera…” te persiguen como fantasmas de día y de noche.  No te dejan dormir.  Su presencia es tan fuerte que hasta puedes sentirlos como alguien que está cerca de tu rostro exhalando el aliento nefasto.   Tienes que ser fuerte mentalmente para callarlos porque sabes que ellos solo están en tu mente.

Mientras estas luchando contra los “Y si hubiera…” también estás intentando hacerte la idea de que al ser querido que ha fallecido ya no lo verás nunca más.  Empiezas a idealizar todos los momentos vividos.  La tristeza y los recuerdos te vienen como olas.  En un momento estás viviendo el presente.  En otro estás en el pasado.  Eso te agota y te hace sufrir. 

Llegas a sentir tanta tristeza que tu cuerpo sufre como tu espíritu.  Bajas de peso, tienes un dolor permanente o punzadas en el corazón, se te quita el hambre, se te quita el sueño, no tienes deseos de hablar o de vivir, no quieres socializar, sientes a veces perder la cabeza ya que quieres gritar y salir corriendo.  Algunas veces hasta llegas a sentir que no quieres vivir.  Tienes pensamientos suicidas. 

Las personas más cercanas hacen lo posible por ayudarte en tu dolor.  Te dicen que todo va a estar bien, quieren complacerte en todo, quieren hablarte y hacerte entender que estarás mejor, que todo pasará.  Tu los escuchas y pareciera que están lejos, que su voz es apagada, no les crees, quieres que te dejen en paz en tu dolor y en tu tristeza.   

Pero la vida continúa, tienes que trabajar, atender a los hijos, atender al marido, seguir con la rutina de todos los días porque necesitas dinero para seguir viviendo, para sufragar los gastos del entierro ya que esa muerte también te causó gastos imprevistos. Pero lo haces todo mecánicamente, como si fueras un títere del recuerdo del que se fue y quién monitorea tu vida en ese momento.  Físicamente estás presente pero en realidad estás ausente.  No te importa nada, es como que si tu espíritu hubiera dejado tu cuerpo por una temporada y lo observara todo desde una distancia prudencial.

El lapso de tiempo que duras de esa manera parece eterno, días, meses, años ¿Quién sabe cuanto dura en realidad? Solo tú sabes que estás en un rincón observándolo todo.  Tu cuerpo come, camina, ríe, llora, habla, hace los quehaceres de la casa y tú solo observas, no quieres regresar, no sabes si alguna vez lo harás.  Nadie se da cuenta.  Solo tú sabes que no estás. 

Las cosas que antes te agradaban hacer como ir al gimnasio, leer, tomar el té con tus amigas, almorzar con tu marido, etc.  ya no te gustan.  Las aborreces.  Te sientes culpable al tener un poco de alegría en tu vida así que lo evitas.  

Lo único que puede hacer que tu estado mejore es el tiempo indeterminado que necesitas para aceptar lo que sucedió. Para que los “Y si hubiera…” desaparezcan, para que tu tristeza se desvanezca y para que tu espíritu quiera dejar el rincón en el que está y entrar de nuevo a tu cuerpo. 

Toma tiempo… pero es posible.  Aunque los recuerdos y la ausencia de ese ser jamás dejarán tu presencia.   Lo recordarás y extrañarás por el resto de tu vida con la esperanza de que al morir, podrás abrazarlo y verlo de nuevo.  Eso es lo que te motiva a seguir viviendo.