Entró Doña Fidelia perezosa a la casa. Miguel la seguía muy de cerca. El ambiente sabía a un amargo nervioso y la casa poco a poco recuperaba la luz que le hacía falta.
Doña Fidelia se dedicó a poner agua para el café.
¿Qué estará pensando? – Se preguntaba Miguel mientras se sentaba a la mesa y dejaba su maleta polvorienta a un lado.
Y Doña Fidelia, como que estuviera sola, encendió el radio de la cocina por costumbre casi al mismo tiempo que se hundía en la refrigeradora buscando lo que prepararía para cenar.
- Dí algo mamá –dijo Miguel mientras sacaba un cigarillo para fumar.
- No fumes en la casa- dijo Doña Fidelia dándole la espalda mientras buscaba la tabla de picar y un cuchillo.
Miguel se levantó de la mesa y salió al patio a fumar. Al encender el cigarillo se percató de sus manos temblorosas.
¿Qué hago si no me acepta de regreso?- Se preguntaba al sentir que su cuerpo se extremecía con el viento nocturno. Y mientras dejaba que lentamente la nicotina entrara a sus pulmones, su mente buscaba las palabras precisas con las que le hablaría a su madre.
Cuando terminó de fumar botó lo que quedaba del cigarillo y lo pisó apagándolo. Se compuso la camisa y el cabello como si eso le diera coraje para hablar con su madre y regresó adentro.
Su madre concentrada pelaba unas zanahorías gordas.
- - Mamá, quiero hablar contigo – Dijo Miguel volviéndose a sentar a la mesa.
Doña Fidelia no interrumpió ni por un segundo su labor y todavía de espaldas le contesta:
- Mamá, quiero explicarte el por qué me fui del pueblo. No lo quería hacer pero las cosas se me habían complicado. ¿Te acuerdas cómo terminó mi relación con Jimena? Eso me afectó mucho. A pesar de que habían pasado cuatro meses ya, yo no conseguía olvidarla. Y luego tú me estabas presionando para que siguiera en la Universidad. La verdad es que no me apetecía en ese momento. Acababa de salir de la escuela y quería un poco de libertad. Y en el trabajo, Don Pancho, me tenía bajo la mira. No había un movimiento que hiciera sin que él estuviera atrás regañándome porque no lo hacia todo a la perfección como él quería. El día que me marché, no sabía que lo iba a hacer. Salí de acá a trabajar como siempre y al estar esperando el bus la multitud me agobió y ahí fue que me entró el deseo de largarme de aquí. Asi que esperé a que fueras al mercado para sacar las cosas que necesitaba y un dinero que tenía guardado. Y así me fui sin un rumbo fijo...
- ¿Sabes que tu padre ha muerto?- Dijo Doña Fidelia cortante y firme, ahora pelando una papa.
- Si lo sé. ¡Lo siento mucho mamá! Quise venir al funeral pero estaba muy lejos y no tenía dinero para el pasaje. ¿Me podrías perdonar?
Doña Fidelia detuvo su labor por un momento que pareció eterno. Miguel esperaba impaciente las palabras que se esfumaron en el pensamiento. Doña Fidelia continuó pelando la papa como que si nada.
Doña Fidelia dejó el cuchillo y la papa que cortaba a un lado, se limpió las manos en el delantal de flores desaliñadas y volteó a ver a Miguel por primera vez a los ojos. Los ojos de Doña Fidelia estaban ardiendo de sollozos ahogados.
A Miguel se le desmoronó el alma en ese momento. Hundió sus manos en el cabello y dijo:
Doña Fidelia observaba a su hijo como se observa a un diamante: con cautela, reconociendo cada detalle y tratando de descubrir todos sus secretos. Se puso de nuevo de espaldas a Miguel pero no cogió ni el cuchillo ni la papa. Se quedó pensativa y pasiva. Miguel empezó a llorar primero con suavidad pero luego con el sentimiento de un hijo arrepentido y necesitado de amor. Doña Fidelia apagó el radio y junto al sonído del viento manso se escuchaba el ahullido desgarrante de Miguel.
Doña Fidelia no pudo más y corrió hacia él para consolarlo. Lo abrazó fuerte, largo y lo acompañó en el llanto. Miguel se aferraba a la cintura de Doña Fidelia como se aferran los recuerdos a la mente. Doña Fidelia le acarició el cabello con sus arrugadas manos y le dijo:
- ¡Bienvenido a casa hijo!.
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