lunes, 7 de enero de 2013

El Amor de mi Vida






La tristeza es uno de los sentimientos que más odio.  No sé como lidiar con ella.  No sé como sacarla de mi ser y hacerla desaparecer.  Está ahí día y noche asediándome como un acosador entre sombras, observando cada uno de mis movimientos.

Me da rabia porque no la pedí.  Pero tengo vivirla.   Me da rabia también lo que la causó:  la muerte del amor de mi vida.

El amor de mi vida tenía 86 años.  Le gustaba su independencia.  Le brillaban los ojos cuando te contaba sus historias. Tenía una memoria envidiable.  Te hacía reir.  Era un caballero. Era culto.  Era terco.  Tenía buen sentido del humor. Te llegaba a amar o a odiar con intensidad.  Odiaba los hospitales, su ceguera y envejecer.  Era amable.  Era jovial  aunque a veces se comportaba como un niño.  Le gustaba la buena comida.  Le gustaba un buen trago de whisky.  Le encantaba tomar su té con champurradas a las 5 de la tarde en punto. Te decía que no le gustaba que le demostraras  cariño pero luego te agradecía por ello. Le gustaba escuchar las noticias a la misma hora y discutirlas cuando hubiera oportunidad.  Era consentido.  No sabía cocinar.  Estaba acostumbrado a que le sirvieran y disfrutaba de ello.  Amaba a sus hijos aunque no lo llamaran ni lo vieran con frecuencia.  Amaba a todos sus nietos aunque no todos lo amaran de igual manera.  Amaba a sus  bisnietos aunque no los conociera a todos. 

El amor de mi vida era mi abuelo paterno: César, Checha , Chechita o Cesarito. Mi viejito lindo.  Si el amor de una madre con su hijo es sagrado pienso que el segundo amor más sagrado es el que un abuelo o abuela tiene por sus nietos y viceversa.   Es un amor sin límites, puro, intenso, honesto.

Lo peor de la muerte de mi abuelo fue enterarme por Facebook.  Malditas redes sociales que no hacen pensar a las personas que una noticia tan delicada es mejor escucharla cara a cara o por teléfono si hay distancia.  Hice un esfuerzo sobrehumano por llegar a tiempo al entierro.  Desde Amsterdam a Guatemala hay mas o menos 9,000 kilómetros de distancia y un gran océano que separa los dos continentes.  Como es costumbre en Latinoamerica, el entierro se hace lo más pronto posible, normalmente después de 48 horas de velar al muerto.  Con el tiempo limitado crucé el océano, pasé por dos países antes de llegar a Guatemala y sobrellevé los obstáculos y peligros presentados con decisión y coraje.  Llegué a la ciudad de Guatemala 8 horas antes del entierro. Conté con ángeles guardianes  que me facilitaron las cosas.  No soy una persona religiosa pero estoy segura que sin esas personas que se cruzaron en mi camino en el momento indicado, jamás hubiera podido llegar a mi destino a tiempo.

Al ver a mi abuelito dulce y apacible descansando en la caja supe que era lo mejor.  Ya estaba fastidiado porque tenía que depender de otras personas y no le gustaba .  Ya no podía caminar mucho, estaba casi completamente ciego.  Se mantenía de mal humor porque se sentía encarcelado. Además sufría enfermedad tras enfermedad.  Mi abuela lo cuidaba mucho.  Le preparaba su comida como a él le gustaba, aunque él renegaba de que le faltaba sal, de que tenía mucha azúcar, de que la carne estaba cortada en pedazos muy grandes.   Ella era muy paciente con él y aunque en los últimos años él había cambiado consecuencia de la vejez, ella lo seguía atendiendo con la misma abnegación, devoción y pasión de antes.

Se hizo una misa de cuerpo presente antes del entierro y jamás he escuchado algo tan espiritual, con las palabras más acertadas y la devoción exacta.

Yo tuve la oportunidad de cuidar de él.  Tuve la oportunidad de darle de comer en la boca, tuve la oportunidad de ayudarlo ir al baño, tuve la oportunidad de escucharlo cuando se quería quejar de algo, tuve la oportunidad de arroparlo en la cama como a él le gustaba, tuve la oportunidad de ponerle atención cuando me quería contar algo que escuchó en las noticias o cuando me quería contar sus cosas.  Tuve la oportunidad de decirle cuánto lo amaba y también lo escuché de sus labios muchas veces y esas fueron las últimas palabras que él y yo nos dijimos la última vez que hablamos por teléfono, días antes de que él muriera.

El último día que lo vi, lo que más recuerdo es que él estaba muy animado contándome las historias que había leído en un libro que le había gustado.   Mientras él hablaba con entusiasmo, yo sostenía su mano arrugada y huesuda entre las mías y de vez en cuando le preguntaba o me reía de algo.  Me gustaba hacer eso para que él supiera que le prestaba atención, ya que por su ceguera a veces no estaba seguro si la gente lo estaba escuchando o no.  De repente alguien me llamó y contesté el teléfono.  El calló.  En un momento yo estaba escuchando lo que la otra persona estaba diciendo quedándome callada por largo tiempo.  El entonces aprovechó a preguntar: “ ¿ Ya terminaste de hablar? quiero seguirte contando”.  Le dije que no pero al terminar le dije que prosiguiera.  Esa tarde hablamos por tres horas consecutivas. 

Lo extraño mucho y me siento como un barco sin rumbo perdida en medio del mar de la vida.  Nunca antes había experimentado tal sentimiento y esta maldita tristeza me ha arrullado en estos días como una madre arrulla a su hijo.  Siento que no me dejará por mucho tiempo asi que tengo que aprender a vivir con ella.   Un amigo me dijo que tengo que dejar pasar mi duelo, siento que todavía estoy en medio de él.   Pero si experimentamos alegrías, entusiasmo, felicidad, ternura, también tenemos derecho a experimentar la tristeza y el dolor.  Vivirlo, palparlo y sentirlo aunque lo odiemos –como yo lo odio- pero poco a poco ese sentimiento se irá desvaneciendo hasta que volvamos a ser las personas que eramos antes o a lo mejor hasta mejores.

Siento a mi abuelo cerca.  Sé que él está cuidándome y sé que lo hará siempre.  Que en paz descanse mi viejito lindo.   Jamás lo olvidaré como tampoco olvidaré los momentos maravillosos que vivimos juntos.   Siempre estará en mi corazón y pensamientos.






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