La tristeza es uno de los sentimientos que más
odio. No sé como lidiar con ella. No sé como sacarla de mi ser y hacerla
desaparecer. Está ahí día y noche asediándome
como un acosador entre sombras, observando cada uno de mis movimientos.
Me da rabia porque no la pedí. Pero tengo vivirla. Me da rabia también lo que la causó: la muerte del amor de mi vida.
El amor de mi vida tenía 86
años. Le gustaba su independencia. Le
brillaban los ojos cuando te contaba sus historias. Tenía una memoria
envidiable. Te hacía reir. Era un caballero. Era culto. Era terco. Tenía buen sentido del humor. Te llegaba a
amar o a odiar con intensidad. Odiaba
los hospitales, su ceguera y envejecer.
Era amable. Era jovial aunque a veces se comportaba como un
niño. Le gustaba la buena comida. Le gustaba un buen trago de whisky. Le encantaba tomar su té con champurradas a
las 5 de la tarde en punto. Te decía que no le gustaba que le demostraras cariño pero luego te agradecía por ello. Le
gustaba escuchar las noticias a la misma hora y discutirlas cuando hubiera
oportunidad. Era consentido. No sabía cocinar. Estaba acostumbrado a que le sirvieran y
disfrutaba de ello. Amaba a sus hijos
aunque no lo llamaran ni lo vieran con frecuencia. Amaba a todos sus nietos aunque no todos lo
amaran de igual manera. Amaba a sus bisnietos aunque no los conociera a todos.
El amor de mi vida era mi abuelo paterno:
César, Checha , Chechita o Cesarito. Mi viejito lindo. Si el amor de una madre con su hijo es
sagrado pienso que el segundo amor más sagrado es el que un abuelo o abuela
tiene por sus nietos y viceversa. Es un
amor sin límites, puro, intenso, honesto.
Lo peor de la muerte de mi abuelo fue enterarme
por Facebook. Malditas redes sociales
que no hacen pensar a las personas que una noticia tan delicada es mejor
escucharla cara a cara o por teléfono si hay distancia. Hice un esfuerzo sobrehumano por llegar a
tiempo al entierro. Desde Amsterdam a
Guatemala hay mas o menos 9,000 kilómetros de distancia y un gran océano que
separa los dos continentes. Como es
costumbre en Latinoamerica, el entierro se hace lo más pronto posible, normalmente
después de 48 horas de velar al muerto.
Con el tiempo limitado crucé el océano, pasé por dos países antes de
llegar a Guatemala y sobrellevé los obstáculos y peligros presentados con decisión
y coraje. Llegué a la ciudad de Guatemala
8 horas antes del entierro. Conté con ángeles guardianes que me facilitaron las cosas. No soy una persona religiosa pero estoy
segura que sin esas personas que se cruzaron en mi camino en el momento indicado,
jamás hubiera podido llegar a mi destino a tiempo.
Al ver a mi abuelito dulce y apacible descansando
en la caja supe que era lo mejor. Ya
estaba fastidiado porque tenía que depender de otras personas y no le gustaba . Ya no podía caminar mucho, estaba casi
completamente ciego. Se mantenía de mal
humor porque se sentía encarcelado. Además sufría enfermedad tras enfermedad. Mi abuela lo cuidaba mucho. Le preparaba su comida como a él le gustaba,
aunque él renegaba de que le faltaba sal, de que tenía mucha azúcar, de que la
carne estaba cortada en pedazos muy grandes.
Ella era muy paciente con él y aunque en los últimos años él había
cambiado consecuencia de la vejez, ella lo seguía atendiendo con la misma
abnegación, devoción y pasión de antes.
Se hizo una misa de cuerpo presente antes del
entierro y jamás he escuchado algo tan espiritual, con las palabras más acertadas
y la devoción exacta.
Yo tuve la oportunidad de cuidar
de él. Tuve la oportunidad de darle de
comer en la boca, tuve la oportunidad de ayudarlo ir al baño, tuve la
oportunidad de escucharlo cuando se quería quejar de algo, tuve la oportunidad de
arroparlo en la cama como a él le gustaba, tuve la oportunidad de ponerle
atención cuando me quería contar algo que escuchó en las noticias o cuando me
quería contar sus cosas. Tuve la
oportunidad de decirle cuánto lo amaba y también lo escuché de sus labios
muchas veces y esas fueron las últimas palabras que él y yo nos dijimos la última
vez que hablamos por teléfono, días antes de que él muriera.
El último día que lo vi, lo que más recuerdo es
que él estaba muy animado contándome las historias que había leído en un libro
que le había gustado. Mientras él
hablaba con entusiasmo, yo sostenía su mano arrugada y huesuda entre las mías y
de vez en cuando le preguntaba o me reía de algo. Me gustaba hacer eso para que él supiera que
le prestaba atención, ya que por su ceguera a veces no estaba seguro si la
gente lo estaba escuchando o no. De
repente alguien me llamó y contesté el teléfono. El calló. En un momento yo estaba
escuchando lo que la otra persona estaba diciendo quedándome callada por largo
tiempo. El entonces aprovechó a
preguntar: “ ¿ Ya terminaste de hablar? quiero
seguirte contando”. Le dije que no pero
al terminar le dije que prosiguiera. Esa
tarde hablamos por tres horas consecutivas.
Lo extraño mucho y me siento como un barco sin
rumbo perdida en medio del mar de la vida. Nunca antes había experimentado tal
sentimiento y esta maldita tristeza me ha arrullado en estos días como una
madre arrulla a su hijo. Siento que no
me dejará por mucho tiempo asi que tengo que aprender a vivir con ella. Un amigo me dijo que tengo que dejar pasar
mi duelo, siento que todavía estoy en medio de él. Pero si experimentamos alegrías, entusiasmo,
felicidad, ternura, también tenemos derecho a experimentar la tristeza y el
dolor. Vivirlo, palparlo y sentirlo
aunque lo odiemos –como yo lo odio- pero poco a poco ese sentimiento se irá
desvaneciendo hasta que volvamos a ser las personas que eramos antes o a lo
mejor hasta mejores.
Siento a mi abuelo cerca. Sé que él está cuidándome y sé que lo hará
siempre. Que en paz descanse mi viejito
lindo. Jamás lo olvidaré como tampoco
olvidaré los momentos maravillosos que vivimos juntos. Siempre estará en mi corazón y pensamientos.
Precioso escrito :-))
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