Foto de Zimbio
El lunes pasado leí -como todos los lunes- una
de mis columnas favoritas llamada “Primer Testimonio” del autor guatemalteco Julio Roberto Prado.
Me fascina como escribe Julio ya que sus escritos siempre me dejan pensando.
Julio escribió con el título provocador de Que el tiempo no nos vuelva idiotas acerca de
una noche en el que él se encontraba en
uno de sus restaurantes favoritos y vio a dos chicas muy jóvenes sentadas con
un hombre mayor. Julio describe que las observó
porque estaban nerviosas y el hombre reía a carcajadas y hablaba de cuentas enormes
en dólares y algo de un club. La descripción
que Julio hace acerca del hombre, después de que lo había perdido de vista y lo
reencuentra al salir del parqueo es: “Era
fácil reconocerle: su calva total, su camisa a rayas, su actitud.”
No me he podido quitar esta frase de la cabeza
porque es como que describiera a cualquiera de los viejos verdes que intentaron
persuadirme a acostarme con ellos cuando tenía entre 18 y 22 años. La mayoría eran extranjeros, pero también los
habían gerentes de empresas o directores ejecutivos guatemaltecos. A algunos los recuerdo con más claridad que otros
pero todos ellos con la misma actitud:
la fanfarronería con la que hablaban tratando de impresionarme con sus
cuentas bancarias, sus viajes, sus casas y sus carros.
Recuerdo que cuando alguno me invitaba,
rápidamente le pedía a mi amiga Claudia que me acompañara. No quería ir sola porque tenía miedo de que
intentaran forzarme a acostarme con ellos.
Yo también acompañaba a Claudia cuando era ella la invitada. Recuerdo que mas de alguno pensó que al
llevar a Claudia a lo mejor era porque íbamos a hacer un trio y se emocionaba
invitándonos a lo que quisieramos. Así
que lo que Claudia y yo hacíamos era pedir lo más caro del menú y los cocteles
más finos para luego decirle adiós. Nos
divertíamos mucho haciendo eso.
Recuerdo en especial a un viejo verde francés,
de unos sesenta y cinco años que me persiguió por meses. Era un hombre delgado, con berrugas en el
rostro, pero lo que nunca se me olvida de él es el olor a sudor mezclado con
tabaco. Era un inversionista que vivía
permanentemente en Guatemala y era viudo.
No sé ni cómo ni por qué, terminé en su casa una noche. Recuerdo que iba con alguien al que le hice
prometerme que no me dejaría sola con ese hombre. Pero la persona con la que iba tuvo que ir al
baño en un momento y ahí aprovechó el tipo para decirme que yo le gustaba y que
si me acostaba con él me iba a poner un apartamento en la mejor zona de Guatemala
y que me iba a cambiar la carcacha que cargaba en ese tiempo por un carro último
modelo. No acepté el trato.
También recuerdo que esos viejos verdes tenían
la impresión que si yo bebía mucho entonces les iba a abrir las piernas. Esa es la razón principal por la que hasta
ahora aguanto la bebida. Recuerdo que me
ponía alerta en cuanto alguno me decía: “Pero
bebe más. Que lento bebes. A ver te pido otro trago”. Entonces agudizaba mis sentidos y no
importaba cuanto bebiera, no me ponía borracha.
Los recuerdo a la mayoría calvos o semi calvos, con una gran panza, con
muchos anillos en las manos, con un reloj inmenso en la muñeca, con sus aires
de grandeza y a algunos se les olvidaba quitarse la argolla de matrimonio.
Era difícil manter sus manos fuera del alcance
de mi cuerpo. Intentaban en todas las
ocasiones posibles de besarme o abrazarme.
Se acercaban tanto que podía escuchar lo que les costaba respirar, su
transpiración, en especial recuerdo que la mayoría tenía las manos asperas y
regordetas.
Me negué muchas veces a salir con ellos pero
habían ocasiones en que lo hacían de tal manera que uno no se podía negar. Y ahí iba yo asustada, en alerta y como
decimos en Guatemala “haciéndome los quites (tratando de mantenerles las manos
fuera de mi alcance)” .
Hasta que una vez caí en las
garras de uno. Ya lo había contado en mi historia de La Amante pero era un hombre casado que me
doblaba la edad. Para evitar que otro
viejos verdes me sedujeran decía que tenía novio. Y así empecé a espantármelos.
Después de mi fallida relación con uno no quise
nunca más repetir la historia.
Ahora que casi entro a la edad de esos viejos
verdes (entre 40 a 70 años) me ha
sucedido algo interesante con la soltería que tengo desde hace un año. Me he dado cuenta que algunos jóvenes encuentran
a las mujeres maduras sumamente atractivas y varios me han seducido por lo
mismo. Inclusive tuve una proposición de
tener una relación seria de parte de un chico de veintidos años. Si yo hubiera sido menor, juro que la
hubiera aceptado. El chico es atractivo
físicamente, trabajador y está estudiando una carrera universitaria. Pero lamentablemente la falta de experiencia
y de madurez no hubiera hecho que nuestra relación durara ni un mes.
Eso votó el tabú que he tenido desde que tengo
memoria de que son las mujeres maduras las que seducen a los jóvenes. No digo que no se den casos así, pero han
sido tantas las propuestas que he tenido que me atrevería a decir que a lo
mejor el porcentaje de jóvenes seduciendo a mujeres maduras sea mayor de lo que
creemos.
La proposición más indecente que he tenido es
la de quitarle la virginidad a alguien que recién cumplía los dieciocho
años. El decía que su sueño era que una
mujer madura y guapa se la quitara. Era
una propuesta interesante y llamativa y lo pensé por algunos días pero aún así
no lo hice.
Confieso ante mis lectores que soy una “vieja
verde” en potencia. Me gustan los jóvenes (no mucho)
por la vitalidad que tienen, por no complicarse la vida, por ser divertidos y
por las ganas de vivir y explorar el mundo.
Pero jamás forzaría a ninguno o los haría sentir incómodos de la manera
que me hicieron sentir a mí cuando era jóven.
Cuando ellos me buscan y el chico me parece interesante, entonces hacemos
una cita y a ver que sucede. Pero no
trato de “comprarlos” o “deslumbrarlos” con dinero o posesiones.
Tengo un amigo que ya sobrepasa los sesenta
años y a él si que le gustan las jóvencitas de 20 a 25 años. Pero a él también le sucede que algunas de
ellas lo buscan. Todas las que lo buscan
son las llamadas “trepadoras” que son las que astutamente miran si pueden
conseguir dinero, algún puesto de trabajo, o algún favor. A mi
amigo le da tristeza porque realmente le gustaría que una chica lo buscara por
lo que él es, o sea una persona maravillosa.
Es el único viejo verde que conozco que no está casado y no anda
exhibiendo que tiene dinero.
He de decir que también hay jovencitas a las que les gustan los hombres mayores y no por su dinero sino que por la madurez, porque se sienten protegidas, porque ya tienen la vida hecha y porque tienen las ideas claras.
Cuando una jóven decide tener amistad con un hombre maduro es mal visto en la sociedad y los rumores no dejan de aparecer. A lo mejor ninguno de los dos tiene ni intenciones ni deseos ocultos pero la gente chismosa siempre está pensando que hay algo entre ellos. Mi amistad con el amigo de sesenta años que les conté acá arriba ha sido desde siempre. Soy más amiga de él que de su hijo que tiene mi misma edad. Es un hombre divertido, culto, analítico y siempre me da excelentes consejos. Pero la gente siempre ha pensado que él y yo nos acostamos. Para evitar que la gente hable, cuando nos presentamos decimos que soy su sobrina. Así nos evitamos chismes y malos entendidos aunque no haya más entre nosotros que una amistad.
He de decir que también hay jovencitas a las que les gustan los hombres mayores y no por su dinero sino que por la madurez, porque se sienten protegidas, porque ya tienen la vida hecha y porque tienen las ideas claras.
Cuando una jóven decide tener amistad con un hombre maduro es mal visto en la sociedad y los rumores no dejan de aparecer. A lo mejor ninguno de los dos tiene ni intenciones ni deseos ocultos pero la gente chismosa siempre está pensando que hay algo entre ellos. Mi amistad con el amigo de sesenta años que les conté acá arriba ha sido desde siempre. Soy más amiga de él que de su hijo que tiene mi misma edad. Es un hombre divertido, culto, analítico y siempre me da excelentes consejos. Pero la gente siempre ha pensado que él y yo nos acostamos. Para evitar que la gente hable, cuando nos presentamos decimos que soy su sobrina. Así nos evitamos chismes y malos entendidos aunque no haya más entre nosotros que una amistad.
Así que en esto de los viej@s
verdes hay de todos los sabores. Regresando a la columna de Julio, él
escribió: “Honestamente
jamás deseo convertirme en ese hombre que ahora patea las ruedas de su
auto, cuyo frente está deshecho. Haré todo mi esfuerzo por no ser el viejo
verde del que todas huyen, el cabrón que vive diciendo que antes todo era
mejor, que las nuevas generaciones están perdidas, que mejor fuera que un
dictador nos guiara a la más hermosa autodestrucción. O peor aún: que yo
termine vendiéndome a todo aquello que hoy me parece terrible”.
Julio tiene toda la razón. No quiero llegar a ser esa vieja verde del que
todos huyen. Los jóvenes que estén
conmigo, que sea por su propia voluntad y decisión. No me convertiré en una fanfarrona y siempre seré
honesta en la edad que tengo.
Jamás compraré el amor sino que el que esté conmigo que sea por que
realmente lo quiere y porque conectamos profundamente. Y juro que si alguno de mis amigos se
convierte en un viejo verde fanfarrón voy a jalarle las orejas y hacerle ver su
realidad: que está calvo, que usa una
camisa a rayas y que su actitud deja mucho que desear.
“El uso del poder no
debe de ser tomado a la ligera ya que nunca deja de tener consecuencias”
Emly
Thorne. Revenge.
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