jueves, 4 de abril de 2013

Hablando de Viejos Verdes...


                                                                   Foto de Zimbio


El lunes pasado leí -como todos los lunes- una de mis columnas favoritas llamada “Primer Testimonio”  del autor guatemalteco  Julio Roberto Prado.  Me fascina como escribe Julio ya que sus escritos siempre me dejan pensando.

Julio escribió con el título provocador de Que el tiempo no nos vuelva idiotas  acerca de una noche en el  que él se encontraba en uno de sus restaurantes favoritos y vio a dos chicas muy jóvenes sentadas con un hombre mayor.  Julio describe que las observó porque estaban nerviosas y el hombre reía a carcajadas y hablaba de cuentas enormes en dólares y algo de un club.  La descripción que Julio hace acerca del hombre, después de que lo había perdido de vista y lo reencuentra al salir del parqueo es:   Era fácil reconocerle: su calva total, su camisa a rayas, su actitud.

No me he podido quitar esta frase de la cabeza porque es como que describiera a cualquiera de los viejos verdes que intentaron persuadirme a acostarme con ellos cuando tenía entre 18 y 22 años.      La mayoría eran extranjeros, pero también los habían gerentes de empresas o directores ejecutivos guatemaltecos.   A algunos los recuerdo con más claridad que otros pero todos ellos con la misma actitud:  la fanfarronería con la que hablaban tratando de impresionarme con sus cuentas bancarias, sus viajes, sus casas y sus carros. 

Recuerdo que cuando alguno me invitaba, rápidamente le pedía a mi amiga Claudia que me acompañara.   No quería ir sola porque tenía miedo de que intentaran forzarme a acostarme con ellos.  Yo también acompañaba a Claudia cuando era ella la invitada.   Recuerdo que mas de alguno pensó que al llevar a Claudia a lo mejor era porque íbamos a hacer un trio y se emocionaba invitándonos a lo que quisieramos.  Así que lo que Claudia y yo hacíamos era pedir lo más caro del menú y los cocteles más finos para luego decirle adiós.   Nos divertíamos mucho haciendo eso.

Recuerdo en especial a un viejo verde francés, de unos sesenta y cinco años que me persiguió por meses.   Era un hombre delgado, con berrugas en el rostro, pero lo que nunca se me olvida de él es el olor a sudor mezclado con tabaco.   Era un inversionista que vivía permanentemente en Guatemala y era viudo.   No sé ni cómo ni por qué, terminé en su casa una noche.  Recuerdo que iba con alguien al que le hice prometerme que no me dejaría sola con ese hombre.  Pero la persona con la que iba tuvo que ir al baño en un momento y ahí aprovechó el tipo para decirme que yo le gustaba y que si me acostaba con él me iba a poner un apartamento en la mejor zona de Guatemala y que me iba a cambiar la carcacha que cargaba en ese tiempo por un carro último modelo.   No acepté el trato.

También recuerdo que esos viejos verdes tenían la impresión que si yo bebía mucho entonces les iba a abrir las piernas.   Esa es la razón principal por la que hasta ahora aguanto la bebida.  Recuerdo que me ponía alerta en cuanto alguno me decía:  “Pero bebe más.  Que lento bebes.  A ver te pido otro trago”.  Entonces agudizaba mis sentidos y no importaba cuanto bebiera, no me ponía borracha.  Los recuerdo a la mayoría calvos o semi calvos, con una gran panza, con muchos anillos en las manos, con un reloj inmenso en la muñeca, con sus aires de grandeza y a algunos se les olvidaba quitarse la argolla de matrimonio.

Era difícil manter sus manos fuera del alcance de mi cuerpo.  Intentaban en todas las ocasiones posibles de besarme o abrazarme.  Se acercaban tanto que podía escuchar lo que les costaba respirar, su transpiración, en especial recuerdo que la mayoría tenía las manos asperas y regordetas. 

Me negué muchas veces a salir con ellos pero habían ocasiones en que lo hacían de tal manera que uno no se podía negar.  Y ahí iba yo asustada, en alerta y como decimos en Guatemala “haciéndome los quites (tratando de mantenerles las manos fuera de mi alcance)” .

Hasta que una vez caí en las garras de uno.   Ya lo había contado en mi historia de La Amante pero era un hombre casado que me doblaba la edad.   Para evitar que otro viejos verdes me sedujeran decía que tenía novio.   Y así empecé a espantármelos. 

Después de mi fallida relación con uno no quise nunca más repetir la historia.  

Ahora que casi entro a la edad de esos viejos verdes (entre 40 a 70 años)  me ha sucedido algo interesante con la soltería que tengo desde hace un año.  Me he dado cuenta que algunos jóvenes encuentran a las mujeres maduras sumamente atractivas y varios me han seducido por lo mismo.  Inclusive tuve una proposición de tener una relación seria de parte de un chico de veintidos años.   Si yo hubiera sido menor, juro que la hubiera aceptado.  El chico es atractivo físicamente, trabajador y está estudiando una carrera universitaria.  Pero lamentablemente la falta de experiencia y de madurez no hubiera hecho que nuestra relación durara ni un mes. 

Eso votó el tabú que he tenido desde que tengo memoria de que son las mujeres maduras las que seducen a los jóvenes.  No digo que no se den casos así, pero han sido tantas las propuestas que he tenido que me atrevería a decir que a lo mejor el porcentaje de jóvenes seduciendo a mujeres maduras sea mayor de lo que creemos.

La proposición más indecente que he tenido es la de quitarle la virginidad a alguien que recién cumplía los dieciocho años.   El decía que su sueño era que una mujer madura y guapa se la quitara.  Era una propuesta interesante y llamativa y lo pensé por algunos días pero aún así no lo hice.  

Confieso ante mis lectores que soy una “vieja verde” en potencia.  Me gustan los jóvenes (no mucho) por la vitalidad que tienen, por no complicarse la vida, por ser divertidos y por las ganas de vivir y explorar el mundo.   Pero jamás forzaría a ninguno o los haría sentir incómodos de la manera que me hicieron sentir a mí cuando era jóven.  Cuando ellos me buscan y el chico me parece interesante, entonces hacemos una cita y a ver que sucede.   Pero no trato de “comprarlos” o “deslumbrarlos” con dinero o posesiones.

Tengo un amigo que ya sobrepasa los sesenta años y a él si que le gustan las jóvencitas de 20 a 25 años.   Pero a él también le sucede que algunas de ellas lo buscan.  Todas las que lo buscan son las llamadas “trepadoras” que son las que astutamente miran si pueden conseguir dinero, algún puesto de trabajo, o algún favor.  A  mi amigo le da tristeza porque realmente le gustaría que una chica lo buscara por lo que él es, o sea una persona maravillosa.  Es el único viejo verde que conozco que no está casado y no anda exhibiendo que tiene dinero.  

He de decir que también hay jovencitas a las que les gustan los hombres mayores y no por su dinero sino que por la madurez, porque se sienten protegidas, porque ya tienen la vida hecha y porque tienen las ideas claras.

Cuando una jóven decide tener amistad con un hombre maduro es mal visto en la sociedad y los rumores no dejan de aparecer.  A lo mejor ninguno de los dos tiene ni intenciones ni deseos ocultos pero la gente chismosa siempre está pensando que hay algo entre ellos. Mi amistad con el amigo de sesenta años que les conté acá arriba ha sido desde siempre.  Soy más amiga de él que de su hijo que tiene mi misma edad.  Es un hombre divertido, culto, analítico y siempre me da excelentes consejos.  Pero la gente siempre ha pensado que él y yo nos acostamos.  Para evitar que la gente hable, cuando nos presentamos decimos que soy su sobrina.  Así nos evitamos chismes y malos entendidos aunque no haya más entre nosotros que una amistad.

Así que en esto de los viej@s verdes hay de todos los sabores.  Regresando a la columna de Julio, él escribió: Honestamente jamás deseo  convertirme en ese hombre que ahora patea las ruedas de su auto, cuyo frente está deshecho. Haré todo mi esfuerzo por no ser el viejo verde del que todas huyen, el cabrón que vive diciendo que antes todo era mejor, que las nuevas generaciones están perdidas, que mejor fuera que un dictador nos guiara a la más hermosa autodestrucción. O peor aún: que yo termine vendiéndome a todo aquello que hoy me parece terrible”.

Julio tiene toda la razón.  No quiero llegar a ser esa vieja verde del que todos huyen.   Los jóvenes que estén conmigo, que sea por su propia voluntad y decisión.  No me convertiré en una fanfarrona y siempre seré honesta en la edad que tengo.  Jamás compraré el amor sino que el que esté conmigo que sea por que realmente lo quiere y porque conectamos profundamente.  Y juro que si alguno de mis amigos se convierte en un viejo verde fanfarrón voy a jalarle las orejas y hacerle ver su realidad:  que está calvo, que usa una camisa a rayas y que su actitud deja mucho que desear.


“El uso del poder no debe de ser tomado a la ligera ya que nunca deja de tener consecuencias”

 Emly Thorne.  Revenge.

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