jueves, 14 de marzo de 2013

Vientre de Alquiler



Tenía veinte años, me acababa de casar y no sabía que ya me encontraba embarazada al casarme.  A los tres meses de casada no me sentía bien y decidí ir al doctor.  Me hicieron el examen de embarazo y salió positivo. En el momento de la noticia sentí mariposas en el estómago, no podía creer que iba a ser mamá por vez primera.  Sonreía de oreja a oreja y sentía que quería saltar de la alegría.

Al hacer el primer ultrasonido para ver cómo se encontraba el bebé, esa alegría se esfumó en un segundo.  Durante el examen me dieron  la mala noticia que el bebé estaba muerto en mi vientre.  Sentí que el mundo se me venía encima y me quede con la mente en blanco.   La noticia me pegó fuerte y entré en estado de shock.

Siempre he sido del pensar que Dios sabe porque hace las cosas.  Después de realizada la operación para sacarme al bebé muerto y  al ir pasando los meses, me fui recuperando poco a poco de ese trauma y del sentimiento de vacío que me había dejado ese amargo día de Enero cuando recibí la peor noticia de mi vida.

Cinco meses después de haber perdido a mi bebé  tuve un accidente  automovilístico severo, el cual me dejo entre la vida y la muerte en un hospital por un lapso de  seis meses. La recuperación fue lenta y dolorosa.

En la cama del hospital me puse a pensar en qué hubiera sucedido si hubiera estado embarazada para cuando tuve el accidente.  Si el bebé hubiera muerto, o yo, o los dos.  Hasta la fecha me hago la misma pregunta.

Tenía curiosidad por saber si algún día tendría la dicha de ser madre ya que no sabía a ciencia cierta de los  daños  o  secuelas que el accidente automovilístico había provocado.  Después de la recuperación y ya estando nuevamente saludable traté nuevamente de tener otro bebé, procurando así borrar la mala memoria de la primera experiencia.   Fue en vano,  no pude quedar embarazada.   Me convencí que no podía tener hijos y eso me dio mucha tristeza.

Después de un tiempo las cosas entre mi primer esposo  y yo ya no eran lo mismo y después de casi cuatro años de matrimonio nos divorciamos.

Estuve más de un año soltera cuando conocí a Ernesto.   Nos gustaba estar juntos, nos enamorábamos poco a poco y las cosas entre él y yo iban cada día mejor.   

Cuando ya éramos novios  recuerdo una vez en particular que vimos una película en la televisión  sobre una persona que dio su vientre en alquiler y a la vez su propio óvulo (o sea que era su propio hijo) para una pareja.  La película me impactó de tal manera que le comenté a Ernesto que si algún día se me presentaba una oportunidad  de ayudar a una pareja que realmente quisieran ser padres no la pensaría ni dos veces, que lo haría con gusto.  Ernesto, enamorado como estaba, me dijo que él me apoyaría.

Algunos meses después nos casamos y la ilusión de ser madre volvió a nacer en mí.  Había conocido a un maravilloso hombre con el cuál estábamos locamente enamorados y deseábamos ser padres. Hicimos todo lo necesario para poder quedar embarazada. Estuvimos en varios tratamientos, visitamos doctores y nada.   Cada fin de mes era frustrante para ambos.  El tiempo pasaba y no había forma de quedar embarazada.   Tenía un deseo enorme de ser madre, pero todo parecía indicar que gracias al accidente  automovilístico nunca lo iba a lograr.   Eso me deprimía mucho.

Cuando ya había perdido toda esperanza y ya no estaba concentrada en ello sucedió: mi menstruación no se presentó y al hacerme el examen de embarazo salió positivo.  Ernesto y yo estábamos felices con la noticia y tiramos la casa por la ventana para decorar el cuarto del bebé.  Tuvimos una hermosa niña a la que llamamos Allegra por la felicidad que nos dio.   

El ser madre cambió mi vida por completo.  Me sentía la mujer más plena y dichosa del mundo.  Tenía mi pequeña familia a la cual cuidaba con esmero y dedicación.   

Mi madre vivía en otra ciudad así que la iba a visitar seguido para que compartiera con su nieta.  Un día muy caluroso decidimos ir a la piscina del condominio a disfrutar del sol.   Estábamos charlando, jugando con el agua y riendo cuando una muchacha joven de triste apariencia se acercó a saludar a mi mamá. Noté en su cara los ojos hinchados y rojos de tanto llorar.  Encorvada, se alejó de nosotros y se sentó al otro extremo de la piscina.  Noté que sostenía una colcha de bebé y se mecía de lado a lado, tomándola fuertemente contra su pecho, como si le doliera el alma al ponerla entre sus brazos.  

Le pregunté a mi mamá quién era ella y qué le pasaba y mi madre me contó que había perdido a su tercer bebé y que el doctor le dijo que no podía seguir intentando porque su vida peligraba.  La observé por largo rato y podía sentir su dolor como si fuera el mío.  Yo había perdido un bebé  y sabía lo que era pensar en no poder tener más bebés.

Como estaba con mi familia, dejé de ver a la muchacha y seguí disfrutando del momento en la piscina.

Pasaron un par de meses y platicando con mi madre por teléfono un día,  le pregunté por la muchacha.  Mi madre me contó que la muchacha y su esposo estaban desesperados.  Iban a agencias de adopción y ponían anuncios en el cual decían que si alguien no quería a su bebé que ellos se encargarían de cuidarlo.  Pero que no les salía nada.  Que habían estudiado la posibilidad de contratar a alguien como un vientre de alquiler pero que pedían mucho dinero y eso los detenía.  

Esa noche no pude dormir.  Recordé  la película que había visto con Ernesto cuando éramos novios y  lo difícil que fue para mí quedar embarazada de Allegra y la dicha que sentíamos de tenerla en nuestras vidas.

A la mañana siguiente cuando nos preparábamos para ir a trabajar le comenté a Ernesto sobre la muchacha y le dije directamente  “Voy a dar mi vientre en alquiler”.  “ ¿Qué dices?” me contestó.  Le dije que yo quería ayudar a la muchacha y a su esposo y que lo iba a hacer de gratis.  Él me dijo que estaba loca pero ya no pudimos discutir más porque teníamos que ir a trabajar.  Cuando regresamos a casa esa noche y volvimos a tocar el tema, él vio que estaba hablando en serio así que me preguntó: “¿estas segura de lo que quieres hacer?” , “ ¡Sí!”, respondí sin titubear.  Conforme a mi actitud y mi convencimiento me dijo:  “respeto tu decisión y te apoyo”.

En realidad era una decisión riesgosa, pero no tenía la menor duda de mi decisión.  Tampoco tenía  nada que perder.  Yo tenía  una linda familia, una niña saludable y feliz y un esposo comprensible. Yo estaba bien de salud y tener al bebé en mi vientre para esa muchacha era lo que más deseaba en ese momento.

Sabía que le cambiaría la vida a la muchacha y con mi decisión lograría tener la familia que ella siempre había soñado, una familia como la que yo tenía.  

Llamé a mi mamá y le dije lo que quería hacer.  Mi mama trató de disuadirme  que no lo hiciera, pero yo estaba determinada y segura que lo iba hacer.  Cuando mi mamá le contó a la muchacha y su esposo de lo que yo quería hacer por ellos y les dio mi número telefónico, ellos estaban rebozando de alegría.  Me llamaron y decidimos que íbamos a hacer una reunión en un par de semanas para ultimar detalles. 

Al tener la reunión, el abogado de ellos me explicó los términos:  El problema de la muchacha era que su matriz era débil, pero sus óvulos estaban sanos.  Iban a inseminarme con los embriones  de la muchacha y el esposo.    El Doctor iba a poner en mi matriz tres embriones en total.  Ellos correrían con los gastos médicos y me darían una cantidad de dinero simbólica.  Ellos querían tener la libertad de estar conmigo para el nacimiento del bebé  y ponerle nombre.  La última condición era que no querían que yo tuviera contacto con ellos después del nacimiento del bebé  y al firmar los papeles no habría marcha atrás ya que la decisión estaba tomada y firmada con papeles legales.  Acepté todas las condiciones y firmé los papeles.

El proceso fue duro.  Me hicieron muchos exámenes psicológicos y médicos. Tenía que inyectarme dos veces diarias y ponerme cremas vaginales para cambiar mi ciclo menstrual y preparar mi cuerpo para recibir los embriones y que resistiera al ser penetrados en la matriz.   Como era inseminación artificial cabía la posibilidad de que tuviera gemelos y hasta trillizos como que tuviera uno o ninguno.   

Se llegó el día de la inseminación.  La muchacha quiso estar ahí para cuando sucediera.   El proceso fue rápido.  La inseminación duró diez minutos para luego reposar por una hora.   La muchacha estaba muy nerviosa y excitada a la vez.  Esas ganas de tener un hijo de ella era lo que me había hecho estar ahí. Sus ojos tenían un destello de esperanza y súplica. Esperaba que la inseminación saliera bien, pero tendría días llenos de tensión y expectación al no saber si el procedimiento había sido un éxito o un fracaso total, todo quedaba en manos de Dios y del tiempo.

Yo tenía que regresar a la clínica a las tres semanas para saber y confirmar si había quedado embarazada o  tendría que empezar nuevamente con la  odisea de las inyecciones y cremas vaginales por segunda vez, lo cual no era cosa fácil.

Dos semanas antes de mi cita médica supe la respuesta.  Iba manejando mi carro y sentí algo extraño.  Era como un vacío en el estómago y una desesperación de comer rápidamente. Algo similar me sucedió cuando estaba embarazada de Allegra.  En ese momento tomé el teléfono y llamé a mi mamá y le dije  “mami ¡ya estoy embarazada!”,  “¿cómo sabes? “ me respondió.  “Instinto, pero estoy segura”.  Había que confirmarlo y también saber de cuántos bebés estaba embarazada.

Al llegar a casa le comenté a mi esposo que yo sabía que estaba embarazada. Me sugirió comprar una prueba de embarazo y esperar la confirmación del Doctor antes de darle la noticia a los futuros padres.  Al hacerme la prueba de embarazo casero esa noche, salió positivo. Era un hecho ¡estaba embarazada! 

El día asignado para la cita llegué a la clínica y me hicieron el ultrasonido el cual confirmó el embarazo positivo y también que tendría un bebé.  Los futuros padres estaban enormemente felices.  Como vivíamos en distintas ciudades me llamaban para saber si necesitaba algo, si todo estaba bien, como iba creciendo el bebé.  Yo les mantenía informados de todo lo que estaba sucediendo con el embarazo, les contaba de mis síntomas como las náuseas, lo que comía y les enviaba fotos de los ultrasonidos de su bebé.

Los primeros meses fueron normales. Yo me sentía bien.  Los resultados de los exámenes que  los doctores me hacían también eran positivos.  El bebé estaba sano y crecía como cualquier otro.

Fue un embarazo normal hasta  el sexto mes.  Empecé a sentirme extremadamente cansada, pero a la vez empecé a ponerme sumamente hinchada.  Yo no lo notaba.  Sentía que los pies y las piernas los tenía hinchados y que no me quedaban los zapatos, pero no le di importancia porque creí que era normal.  Hasta que fui a un almuerzo de una amiga que no había visto por mucho tiempo y me preguntó si me sucedía algo porque estaba bien hinchada. Me sugirió que fuera a visitar al Doctor al día siguiente.

Le comenté a mi esposo y a la mañana siguiente pedí  la cita y como cosa rara me la dieron ese mismo día por la tarde. Al llegar, el Doctor me hizo los exámenes de rutina de sangre, presión, etc. Noté al Doctor un tanto inquieto, entraba y salía de la habitación constantemente.  Yo  conocía a mi doctor hacía tiempo ya que él había recibido a mi hija Allegra.  Era un Ginecólogo muy bromista, siempre estaba haciendo chistes.  Pero ese día fue diferente. 

Después de un tiempo de estar esperando, el doctor entró por enésima vez a la habitación y me dijo: “Necesito que te vayas al hospital urgentemente”.  Yo se lo tomé a broma y le dije: “Doctor yo tengo que recoger a mi hija Allegra y mañana tengo que trabajar” y me dijo: “desde hoy estás deshabilitada”.  Yo seguía creyendo que estaba bromeando y me empecé a reír.  El muy serio y determinado me dijo:  “Te vas al hospital ahora mismo. Ya hice todos los arreglos y te están esperando. Estás muy mal”. En ese momento supe que no era broma. Llamé a mi esposo y le expliqué lo que sucedía y que estaría en el hospital. 

Al llegar al hospital empecé a darme cuenta de la intensidad del problema. Doctores y enfermeras entraban y salían de la habitación.  Desde que llegué empezaron con los análisis y pruebas de todo tipo.   Cada vez que llegaban los doctores me percataba más de que era un problema serio.   Después de un par de horas, el Ginecólogo del hospital entro a la habitación y me explicó lo que sucedía calmadamente:  el bebé estaba bien, pero mi cuerpo estaba rechazándolo y tenían que inducirme un parto prematuro ya que mis órganos estaban parando de trabajar.  Tenían que hacerme una Cesárea de emergencia al llegar a las 24 semanas  de gestación para darle al bebé la oportunidad de sobrevivir a tan prematura edad.

Llamé a mi esposo para informarle de la magnitud de la situación y a la vez le pedí al Doctor informarles a los padres del bebé para que ellos estuvieran presentes para cuando el bebé naciera.

Al escuchar de la noticia, la muchacha y su esposo emprendieron el camino a mi ciudad casi inmediatamente para llegar al nacimiento de su bebé. Cuando llegaron, se  reflejaba la preocupación, temor y tristeza en el rostro de ambos.  Me imagino que ésta situación les recordaba que habían pasado por tres abortos.   Yo le dije al Ginecólogo:  “Doctor, haga todo lo posible por salvarle la vida al bebé”.   Estaba más preocupada del bebé que de mi vida en ese momento.  Quería tanto salvarle la vida.  Era una locura lo sé, pero que el bebé naciera era mi mayor deseo.

Después de algunos días de tensión se llegó el día en que me llevaron a la sala de operaciones y el Doctor me dijo que una persona podía entrar conmigo a la Sala de Cirugía y le respondí:  “Quiero que entre la mamá del bebé”.   

Al estar todo listo para la Cesárea,  me indujeron al parto.  Perdí mucha sangre pero lograron sacar al bebé con vida. Era un varón. Lo pusieron inmediatamente en una incubadora y lo llenaron de  cables y aparatos.  Yo lo vi de lejos,  era muy pequeño, pero ya estaba formadito completamente.   Mi recuperación fue lenta por toda la sangre que había perdido.  Estaba muy débil.  La muchacha no se despegaba ni un segundo del lado del bebé y mi esposo ningún segundo del mío.    

Después de un par de semanas me dieron de alta del hospital.  Recuerdo que por primera vez fui a la sala donde tenían a los bebés.   A través del vidrio pude ver a la muchacha y a su esposo al lado de la incubadora.  Pude observar  los ojos llenos de amor y ternura de ambos al ver cada movimiento y  respiro del bebé.  Me habían contado que lo cuidaban las 24 horas del día.  Entré a la sala por un momento para despedirme de ambos padres y del bebé al cual había tenido en mi vientre por seis meses pero no era realmente mío.  Era un bebé diminuto, se miraba débil y  frágil.  Al salir de la sala  le pedí  tanto a Dios que le diera la oportunidad de vivir.

Tres meses después supe que el bebé había sido dado de alta del hospital ya que había llegado al peso normal y que estaba sano. Los padres regresaron a su casa con su bebé. 

Pasaron los meses y empecé la rutina de mi vida normal con mi pequeña familia. Un día tuve la agradable sorpresa de recibir un sobre de los papás del bebé. Encontré una tarjeta de agradecimiento y adjunto unas fotografías de la muchacha, su esposo y el bebé.   Ya había cumplido su primer añito.  Era un bebé sonriente, sano y lleno de vida y ambos padres tenían los ojos radiantes y llenos de alegría.

El bebé tenía los ojos de su mamá.   Los mismos ojos que una vez vi apagados y sin ninguna razón de seguir. Esos mismos ojos que me hicieron alquilar mi vientre por amor.  



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