Cuando vi a Felipe la primera vez me enamoré de él a primera vista. Lo conocí en la fiesta de cumpleaños de mi
amiga Virginia. La atracción fue mutua porque él también me veía. Nos presentaron y tratábamos de estar solos
para poder hablar y conocernos mejor.
Bailamos esa noche y nos dimos el número de teléfono.
Al siguiente día recibí un mensaje de texto de él preguntándome si quería
ir a cenar esa misma noche. Yo pensé que
a lo mejor íbamos muy rápido pero no podía contener mi emoción. Como también deseaba verlo le dije que
si. Esa noche fuimos a cenar a un
restaurante italiano. Nos reíamos y
hablábamos mucho de nuestras vidas. Al terminar la noche se despidió con un
beso. Yo sentía que flotaba por las
nubes. Sabía que Felipe era el hombre
perfecto para mí.
En los siguientes días pasábamos casi todo el tiempo juntos, exceptuando
cuando íbamos a estudiar o cuando él visitaba a su familia. Mi familia vivía en otra ciudad así que no
tenía ese inconveniente. Cuando él no
estaba conmigo nos extrañábamos y pasábamos todo el tiempo enviándonos mensajes
de texto.
Así transcurrieron un par de meses hasta que me dijo que le gustaría que
conociera a su familia. La mamá de
Felipe, Doña Marta, se había divorciado del padre de Felipe, Don Augusto, hacía
diez años y se había casado con Don Tomás.
Don Augusto se había ido a vivir a otra ciudad y al poco tiempo había
muerto de un infarto.
Al conocer a Doña Marta, la primera impresión que me dio es que era una
señora elegante e inteligente. Don
Tomás era un poco callado y retraído y solo se limitaba a confirmar las cosas
que Doña Marta decía cuando ella se lo indicaba. Doña Marta y Felipe tenían una conexión muy
especial. Felipe había sido hijo único.
Doña Marta me preguntó de la familia, del origen de mi apellido y a que se
dedicaban mis padres. Cuando le conté
que mi padre era dueño de una tabaquería dijo “nada que ver con mi Tomás que es
dueño de una cadena de supermercados”.
El resto de la velada la pasamos de maravilla y creí haber encontrado
una segunda familia.
Pronto éramos invitados a todo tipo de celebraciones familiares y pasábamos
mucho tiempo con Doña Marta y Don Tomás.
A mi no me molestaba pero entre los estudios y estas celebraciones, casi
no nos quedaba tiempo a Felipe y a mi de estar solos.
Felipe se graduó seis meses antes que yo de la Universidad y al nomás
graduarme, como regalo de graduación me llevó al restaurante italiano donde estuvimos
en la primera cita y me pidió la mano. Yo
estaba tan enamorada de él que lo acepté, sin pensarlo, entusiasmada.
A partir de ese momento mi vida cambió.
Empezaron los preparativos de la boda y Doña Marta quería encargarse de
todos los detalles y ser la de la última palabra. Si yo elegía rosas para la decoración ella
quería claveles. Si elegía los manteles
de encaje blanco ella los quería de seda.
El vestido que yo había elegido le parecía muy escotado o muy adornado y
me hacía probarme unos vestidos que a mí no me gustaban. El lugar de la recepción lo había elegido
ella, el traje que Felipe se iba a poner también. Poco a poco fue imponiendo su
voluntad en todos los aspectos de la boda pero seguíamos discutiendo respecto
al vestido que me debía poner. El tiempo
iba pasando y ya casi se venía la fecha de la boda encima y ni ella cedía ni yo
tampoco. Yo pensaba que ella podía
elegir lo que quisiera pero lo que yo me pondría era muy mi decisión.
Como último recurso y para que no
terminara siendo el vestido de bodas de Doña Marta en lugar de mi vestido, le
pedí a mi madre que viajara y me ayudara.
Entonces la batalla ya no fue conmigo sino con mi pobre madre que tenía
la paciencia de un elefante y era firme como un juez dictando la
sentencia. Mi madre logró convencer a
Doña Marta de dejarme usar el vestido que quería con la condición de que ella
elegía el resto de lo que me iba a poner.
Me compró una ropa interior para el día de la boda que ni a mi abuela se
le hubiera ocurrido ponerse. Por
supuesto le dije que la iba a usar refundiéndola en un cajón y poniéndome la
ropa sexi que había comprado. Los
zapatos eran muy incómodos y aburridos.
También a último momento me puse unos que había comprado. Lo único que le acepté a Doña Marta fue el
collar y los aretes de perlas con los que ella se había casado. Ella hablaba con tal intensidad de esas joyas
que no quería menospreciarla.
El día soñado llegó y Felipe y yo nos casamos escuchando constantemente a
Doña Marta ordenarnos como pararnos, qué decir,
a donde ir, que hacer. Todo
había sido arreglado por ella y daba órdenes aquí y allá a camareros, personal
de limpieza, tíos, primos, etc. A pesar de que yo estaba molesta por que todo ello se había tornado “su”
boda fui feliz de haberme casado con Felipe.
Lo amaba intensamente y quería estar con él para siempre.
Nos fuimos de luna de miel a Cancún, México y estaba contenta de, al fin,
tener un tiempo solamente con Felipe. Cuando llegamos al hotel era medio día y
después de una sesión de amor nos fuimos a instalar a la piscina. Estábamos ahí disfrutando del sol, cuando escucho
de repente una voz familiar y al voltear a ver Doña Marta y Don Tomás aparecen
en traje de baño y se instalan en las sillas a la par de nosotros. Del asombro, me quedé sin habla y Doña Marta
dijo sonriendo: “nosotros también
necesitábamos unas vacaciones con tanto que tuvimos que arreglar para la boda y
que mejor que pasarlas junto con ustedes”.
Don Tomás como siempre se limitó
a no decir nada y mantenerse al margen de todo.
Yo no podía creer tal descaro mientras que Felipe abrazaba a su madre y padrastro
dándoles la bienvenida mientras pedía unos cócteles para ellos.
He decir que los siguientes días fueron pocos los momentos que Felipe y yo
pudimos estar solos y tranquilos. Yo
estaba de mal humor casi todo el tiempo y evitaba todo contacto con mis suegros
ya fuera escuchando música con audífonos o leyendo apasionadamente un libro.
Cuando Felipe y yo regresamos teníamos que buscar casa para comprar. No hace falta decir que también en eso Doña
Marta se metió. Ella quería que
viviéramos en el mismo barrio que ella y después de muchas discusiones y
enfrentamientos entre ella y yo, compramos una casa que quedaba a tres
kilómetros de distancia de la de ella. Ella
protestaba que vivíamos muy lejos y yo estaba feliz de haber podido tener
aunque sea un poco de distancia.
Yo le decía a Felipe que tenía que ponerle un alto a su madre, que se
estaba metiendo mucho en nuestras vidas.
Él me decía que lo hacía por nuestro bien, que no era con mala intención
y que cuando se pasara de la raya él iba a hablar con ella.
Cada tarde cinco minutos después de regresar del trabajo, ella llegaba a la
casa. Siempre llevaba comida y decía que
era para que Felipe y yo comiéramos bien (aduciendo que yo no sabía cocinar). Luego inspeccionaba la casa y movía algunas
cosas de lugar o me decía qué debía poner o quitar. Varias veces le dije que me gustaba mi casa
como estaba y era como si estuviera hablando con una pared porque no me
escuchaba mientras seguía en la inspección.
Los fines de semana siempre habían actividades que atender con ella y Don
Tomás. Varias veces le dije a Felipe que
no fuéramos pero él me decía que si no íbamos tendríamos más problema con
ella. Así que yo iba de muy mala gana.
Después de un par de meses de tener constantemente a Doña Marta llegando a
mi casa y haciéndonos que pasáramos casi todo el fin de semana con ellos le
hablé a Felipe y le dije que esa situación tenía que cambiar. Ya que ella no escuchaba mis protestas él
tenía que hablar con ella. Al parecer él
habló con su madre pero de una manera que ella sabía que yo lo había pedido,
porque cambió su estrategia: Llegaba a la casa cada dos o tres días y lo hacía
cuando sabía que Felipe había regresado del trabajo. No me saludaba y a él le daba la comida que
le había traído. Llamaba a Felipe con cualquier excusa: porque ella tenía una
crisis de nervios o para que fuera a reparar algo a la casa y hacía que él se
pasara horas con ella en lugar de conmigo.
La situación se volvió muy tensa entre Felipe y yo ya que si yo protestaba,
él se molestaba y me decía que no podía ponerse a elegir entre su madre y su
esposa. Intenté hablar con Doña Marta
para ver si podíamos hacer las paces y en lugar de lograrlo, ella se puso a la
defensiva de tal forma que terminamos peleando más de la cuenta.
En medio de esos problemas resulté embarazada. Eso hizo que Doña Marta suavizara un poco su
comportamiento conmigo y llegaba a la casa a indicarnos cómo debíamos de
decorar el cuarto de bebé, que comprarle, etc.
Me invitaba a comer y me llevaba a lugares donde una mujer embarazada no
podía comer. Por ejemplo me llevó a un restaurante hindú que era muy famoso
porque la comida era picante. Cuando yo
le decía que no había nada en el menú que pudiera comer, ella se limitaba a decir:
“que lo siento, yo si voy a ordenar algo” y comía enfrente de mí tan despacio
mientras mi estómago se retorcía del hambre.
Después de tres o cuatro ocasiones empecé a rechazar sus invitaciones.
Mis vecinas me contaron que ella les había hablado mal de mí. Le conté a Felipe y me dijo que la llamara y
le preguntara. Lo hice y en lugar de
contestarme si sí o si no me colgó el teléfono.
A los dos segundos el celular de Felipe sonó y era ella quejándose de
mí, diciendo que yo la había acusado falsamente y haciéndose la víctima
llorando y con un ataque de nervios que se inventó.
La del ataque de nervios era yo.
Esta situación se estaba volviendo tan enfermiza que no sabía que hacer
para contrarrestarla ya que mi esposo no hacía nada al respecto y se dejaba
dominar por ella. El resto de la familia
no se metía tampoco. Le conté a mi madre
y ella me aconsejó que tratara de hacerle ver a Felipe el daño que su mamá estaba
haciéndole a nuestra relación.
Y eso hice. Le hablé en incontables
ocasiones y le expuse varios ejemplos. Él
no decía nada mas yo creía que si me prestaba atención.
Cuando faltaban dos meses para dar a luz, Doña Marta nos anuncia que nos ha
comprado boletos para un crucero y es precisamente por las fechas en las que yo
voy a dar a luz. Cuando le hago recordar
me dice: “Que descuido querida, se me había olvidado. Bueno, entonces Felipito será el único que se
irá con nosotros”. Ahí me enfurecí y
dije que no, que como iba a creer, que yo necesitaba a mi esposo a mi lado para
cuando diera a luz.
Doña Marta, muy astuta, dijo: “Pues dejemos que Felipito elija donde quiere
estar. ¿Dónde prefieres estar
cariño? ¿En un crucero que te llevara a
las islas mas exóticas del Caribe o viendo a tu mujer sangrando, sudorosa por
horas y escuchar a una criatura llorando?”
En ese momento Felipe se nos quedó viendo a las dos. Podía observársele en el rostro la angustia
de tener que elegir entre las dos mujeres importantes de su vida. Mi rostro suplicante imploraba en silencio
que no eligiera mal. Yo sabía que éste
iba a ser el momento decisivo para el resto de nuestra vida.
Felipe empezó a temblar, se le salieron las lágrimas, se puso tan pálido
que creí que se iba a desmayar. Doña
Marta tamborileaba los dedos en la mesa viéndolo con una cara de triunfo y una
sonrisa maliciosa. Ella estaba segura de
lo que él iba a elegir.
En eso sucedió algo inesperado: Don
Tomás, el callado, el retraído, el que siempre aceptaba todo lo que doña Marta
decía, se levantó de su asiento,
furioso, agarró a Doña Marta por los hombros y la empezó a sacudir mientras le
decía: ¨ ¡PERO QUE MIERDA ES ESTA! ¡PONER A ELEGIR A TU HIJO ENTRE UN CRUCERO O
EL NACIMIENTO DE SU HIJO! ¿ES QUE ACASO
NO TIENES ALMA MUJER? ¡ES DE TU NIETO QUE ESTAS HABLANDO! ¡DEJA YA DE CASTIGAR
A TU NUERA PORQUE CREES QUE TE QUITO A TU HIJO!
¡TU HIJO ES ADULTO! ¡ACEPTALO DE UNA BUENA VEZ! ¡JODER!
Don Tomás soltó a Doña Marta y a zancadas se fue de la habitación. Doña Marta cayó al suelo y empezó a
llorar. Felipe se quedó parado como una
estatua de sal por unos minutos observando a su mamá, luego me tomó de la mano
y me hizo salir de la casa.
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