jueves, 4 de septiembre de 2014

Amsterdam






Eran las 7 de la tarde y estaba parada en el puente que queda entre el Amstel y Prinsengracht.  Era una tarde cálida y agradable. La brisa soplaba suavemente en mi rostro jugando con mi cabello.  Observaba los botes pasar por debajo del puente, por adelante, de lado.  No habían muchos, era una tarde tranquila.

En el Carré había alguna obra teatral porque se divisaba mucha gente en la puerta. La gente estaba conversando, saludando, viendo la cartelera. Veo un coche jalado por caballos asomarse detrás de mi.  Es uno de esos coches del siglo XVIII. El chofer está vestido elegantemente con sombrero de copa, sacola larga y pantalón negro.  La sacola por dentro es roja y por fuera es negra.  El traje se veía impecablemente planchado.  Dentro del coche había un par de enamorados. Se besaban, se veían a los ojos, se acariciaban y no se daban cuenta que eran parte de un paisaje surrealista en uno de los primeros días de septiembre del año 2,014.

El puente de madera que estaba a mi lado derecho se abrió para dar paso a un barco enorme. Los ciclistas iban y venían por cualquier calle sin parar.

En ese momento me di cuenta lo que amo esta ciudad, mi ciudad.  He vivido acá 13 años de mi vida.  No he disfrutado de esta ciudad como debiera y voy a explicar el por qué:  al principio lo único que quería de Amsterdam era que me salvara del pueblo donde vivía antes: Alkmaar. Quería salir del aburrimiento y la letanía que conlleva el vivir en un pueblo.  Necesitaba la vibración y la energía de esta ciudad.

En ese entonces lo que quería de ella era diversión, entretenimiento, ilusiones.  Con el paso del tiempo quería establecerme con mi pareja, instalarme, ubicarme, acomodarme.  Después al quedar soltera quería darle una tregua.  No podia pasar más de seis meses en la ciudad porque sentía que me agobiaba, tenía que huir no se de qué.  Pero después de todos esos periodos llegó el momento en que a Amsterdam la abracé, la gocé, la acaricié, la amé.  

Esta ciudad me ha dado tanto que no sé ni como agradecerle.  Me ha dado el amor, la amistad, la variedad, la tristeza, la alegría, la agonía, la sorpresa, el desafío, la bondad, la frialdad, la delicadeza, la esencia, la simpatía, la apatía, el frío, el calor, la brisa, la risa, el gozo, la tranformación, la ternura, la sorpresa, el viento.
Decir que no ha marcado mi vida sería mentir.  He aprendido de ella como también he aprendido de mi misma gracias a ella.  

Al montar en mi bicicleta cada día me sumerjo en el tráfico de bicicletas, semáforos, carros.  Esquivo, evito y freno para luego pedalear como una experta.  Me hace ilusión andar en bicicleta por sus canales sus puentes inagotables, sumergirme en el panorama, ser parte de la variedad. 

He evolucionado junto con esta ciudad.  He crecido y me he inspirado en sus calles, en sus parques, en su gente, en su esencia.

Mi vida no sería la misma sin esta ciudad como esta ciudad no sería la misma sin mí.  Somos una, nos pertenecemos. 



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