Mi primer recuerdo de la infancia es la araña. Esa armazón en la que colocan a los niños para que se arrastren por toda la casa cuando no pueden caminar todavía. El mío era blanco con dibujos de colores rojo, morado, rosado y azul. Enfrente de mí habían unas bolitas de colores que daban vueltas sobre sí y se movían de un lado al otro. Pero a mí no me interesaban las bolitas. A mí lo que me interesaba era la distancia que podía recorrer y sin ayuda de mis padres. Apenas tenía un año y un par de meses. Corría de un lado al otro conociendo mis límites.
Un día quise ir al patio de afuera. Lo único entre él y yo era una silla desvencijada de madera que mi mamá ponía atravesada para que no pasara. Ese día mi mamá no había asegurado la silla y yo noté que al hacer cierto movimiento la silla se empujaba a un lado dejándome pasar. Me aseguré de que mi madre no me viera y seguí haciendo el movimiento hasta lograr moverla completito y darle paso a mi araña. Lo que yo no sabía a tan temprana edad era que mi mamá hacía eso para evitar que me cayera de la grada que había desde la casa hasta el patio. Asi que ¡Plungún! Adiós a mis cuatro dientes delanteros y hola a la primera experiencia de golpes ganada en la vida. Fui sholca (sin dientes) hasta los siete años.
Mi segundo gran descubrimiento fue dos años más tarde con el famoso Big Wheel. Era como una motocicleta de color rojo amarillo y azul con llantas anchas una adelante y dos atrás. Recuerdo que le decía a mi madre: ¡Voy a jugar con mi Bijuil! Y recorría incansable de un lado al otro el patio que no era tan grande. Como quería yo a mi Bijuil. Lo usé hasta que ya mis piernas no podían darle vueltas más porque estaban demasiado largas.
Jugaba también con los cochinitos. Esos animalitos grises que eran pequeñitos y se hacen una bolita al tocarlos. Me encantaba tirar las bolitas de cochinitos a mis amigos de la cuadra.
Y mi árbol... ¡Como olvidarme de él! Ese árbol frondoso de ramas acogedoras y muchas hojas verdes. Por la manera que había crecido el tronco, yo podía subir y sentarme muy cómodamente escondida entre sus ramas. Nadie podía verme. Tenía unas flores pétalos rojos bien abiertos. El árbol tenía una fruta parecida a un frijol gigante, sólo que de color café. Si se destripaba la fruta entre mis manos salía una agua ligosa. Solía pasar tardes enteras en ese árbol tirando al que pasaba las frutas. A las personas que les caía volteaban a ver sin divisarme en mi escondite y yo, a punto de soltar la carcajada.
Cuando entré al colegio aprendí todos los juegos de moda. Estaban los famosos yax ( que eran unas estrellas de colores y una bola pequeña). Uno jugaba de recoger primero solo uno, luego dos, luego tres, y así sucesivamente al momento de rebotar la bola en el suelo. Así que el método era: Tirar la bola al aire, recoger el yax mientras la bola caía y recoger la bola sin que volviera a tocar el suelo. El objetivo del juego era no botar ningún yax y no rebotar la bola dos veces. Ese juego jugabamos incansablemente en todos los años que estuve en la Primaria.
Cuando teníamos siete u ocho años jugábamos el famoso Arranca Cebollas. Una de las chicas se aferraba a un poste mientras que todas se ponían en fila en la parte de atrás de la chica agarradas a la cintura. La última chica se encargaba de tirar y tirar hasta que lograba que alguna de las chicas no aguantara más la fuerza y esa chica más todas las de detrás, caían al suelo desparramadas y más de alguna se ganaba un raspón.
Durante toda mi niñez mi juego favorito fue El Escondite. Un niño o niña contaba del uno al diez con los ojos cerrados y los demás niños nos escondíamos en diferentes sitios. Luego ese niño o niña iba buscándonos a todos y al primero que encontrara era al que le tocaba contar en el siguiente turno pero aún así tenía que encontrarlos a todos. Yo estudié mi primaria en el Liceo Francés, un colegio sólo para mujeres ubicado en una casa considerada como patrimonio cultural ya que en esa casa se había firmado el acta de la Indepencia de Guatemala en 1821. Esa casa era demasiado grande, con muchos escondrijos, pasadizos secretos y muchas habitaciones sin usar. Se decía que habían túneles por debajo de la casa que comunicaban al Palacio Nacional que quedaba a dos cuadras de distancia. Nunca lo pudimos comprobar. Un día me puse a jugar a la hora del recreo El Escondite con mis compañeras. Tenía mucho sueño porque no había dormido bien la noche anterior. Tendría más o menos once años de edad. Le tocó a una de mis compañeras contar hasta diez y yo me escondí en una habitación que tenía muchas cajas con cosas por todos lados y atrás de la habitación había un ropero antiguo de dos metros de altura por dos metros de ancho. Decidí acomodarme en el ropero entre la ropa y estaba tan cómoda que me quedé dormida. Mi compañera que contaba empezó a buscar a todas y me buscó por todos lados y llamó mi nombre incansablemente pero no me encontró.
Cuando tocaron el timbre para que entráramos a clases todas entraron menos yo. La maestra puso a cinco de mis compañeras a buscarme y después de una hora no me habían encontrado. Cuando se empezaban a preocupar por mi paradero, aparezco yo muy soñolienta, desaliñada y con el pelo alborotado. Por dormirme me gané el castigo de estar parada en el patio bajo el sol, por el resto de la mañana.
Puedo seguir contando muchos más juegos y juguetes de mi niñez pero estos son los más representativos. Yo considero que no importa cuan dura, suave, triste, pobre, rica, alegre, fugaz o extraña fue la niñez para cada quién, más de algún juego o juguete se quedará en la memoria para siempre y si nos volvieramos a topar con ese juego o juguete, el niño que llevamos dentro despertará por un momento y volveremos a vivirlo como en el pasado. Así que... ¡A jugar todo el mundo!
ja ja, me acuerdo de todos estos juegos tambien, que dias aquellos!!!
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