Eran las 7 de la
tarde y estaba parada en el puente que queda entre el Amstel y Prinsengracht. Era una tarde cálida y agradable. La brisa
soplaba suavemente en mi rostro jugando con mi cabello. Observaba los botes pasar por debajo del
puente, por adelante, de lado. No habían
muchos, era una tarde tranquila.
En el Carré
había alguna obra teatral porque se divisaba mucha gente en la puerta. La gente
estaba conversando, saludando, viendo la cartelera. Veo un coche jalado por caballos asomarse detrás de mi. Es uno de esos coches del siglo XVIII. El chofer está vestido elegantemente con
sombrero de copa, sacola larga y pantalón negro. La sacola por dentro es roja y por fuera es
negra. El traje se veía impecablemente
planchado. Dentro del coche había un par
de enamorados. Se besaban, se veían a los ojos, se acariciaban y no se daban
cuenta que eran parte de un paisaje surrealista en uno de los primeros días de
septiembre del año 2,014.
El puente de
madera que estaba a mi lado derecho se abrió para dar paso a un barco enorme.
Los ciclistas iban y venían por cualquier calle sin parar.
En ese momento
me di cuenta lo que amo esta ciudad, mi ciudad.
He vivido acá 13 años de mi vida.
No he disfrutado de esta ciudad como debiera y voy a explicar el por
qué: al principio lo único que quería de
Amsterdam era que me salvara del pueblo donde vivía antes: Alkmaar. Quería
salir del aburrimiento y la letanía que conlleva el vivir en un pueblo. Necesitaba la vibración y la energía de esta
ciudad.
En ese entonces
lo que quería de ella era diversión, entretenimiento, ilusiones. Con el paso del tiempo quería establecerme
con mi pareja, instalarme, ubicarme, acomodarme. Después al quedar soltera quería darle una
tregua. No podia pasar más de seis meses
en la ciudad porque sentía que me agobiaba, tenía que huir no se de qué. Pero después de todos esos periodos llegó el
momento en que a Amsterdam la abracé, la gocé, la acaricié, la amé.
Esta ciudad me
ha dado tanto que no sé ni como agradecerle.
Me ha dado el amor, la amistad, la variedad, la tristeza, la alegría, la
agonía, la sorpresa, el desafío, la bondad, la frialdad, la delicadeza, la
esencia, la simpatía, la apatía, el frío, el calor, la brisa, la risa, el gozo,
la tranformación, la ternura, la sorpresa, el viento.
Decir que no ha
marcado mi vida sería mentir. He
aprendido de ella como también he aprendido de mi misma gracias a ella.
Al montar en mi
bicicleta cada día me sumerjo en el tráfico de bicicletas, semáforos,
carros. Esquivo, evito y freno para luego
pedalear como una experta. Me hace
ilusión andar en bicicleta por sus canales sus puentes inagotables, sumergirme en el
panorama, ser parte de la variedad.
He evolucionado
junto con esta ciudad. He crecido y me
he inspirado en sus calles, en sus parques, en su gente, en su esencia.
Mi vida no sería
la misma sin esta ciudad como esta ciudad no sería la misma sin mí. Somos una, nos pertenecemos.
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