jueves, 17 de diciembre de 2015

La Tele






Cuando yo era niña era pobre.  Dormí varias noches en un colchón sin catre.  No teníamos refri ni siquiera una estufa decente.  La estufa de dos hornillas y sin horno era de un verde claro.  Como odiaba sacarle las costras que dejaba la comida.  Tenía que tener cuidado de no levantar la pintura porque sino mi mamá se enojaba y seguro iba el paletazo.

Cada año de mi niñez y juventud siempre crecí con alguna carencia:  si tenía la cama no tenía donde guardar la ropa. Si tenía ropero no tenía donde poner mis libros.  Si tenía estufa no teníamos comedor. 
Recuerdo que un día mi mamá compró una tele blanco y negro.  Era de 21 pulgadas y tenía dos botones.  Uno de los botones era para los canales y el otro era de UHF pero no supimos nunca para que servía.  No pasaba nada si lo haciamos girar.  

Teníamos que mover la antena para que la imagen fuera mejor.  En ese televisor vi mis programas favoritos como Candy Candy, El Chavo del Ocho, La Carabina de Ambrosio, Siempre en Domingo, etc.  
Mi mamá, mi hermano y yo a veces no nos poníamos de acuerdo que ver así que siempre era mi mamá la que paraba decidiendo.   Eramos felices con nuestra Tele.

Un día que moví la antena con demasiada fuerza se me rompió.  Tremenda paliza la que me llevé pero eso no resolvía el problema.  Solo se veía la estática y se escuchaba “Ssshhhhh” no importando que canal cambiáramos.  Mi mamá no tenía dinero para comprar otro televisor.  

Cuando mi mamá no sabía como solucionar el problema me mandó a llamar al teléfono público a mi tío.  El siempre tenía la solución a todos los problemas. Mi tío me dijo:  “Pónganle un tenedor montado en el tornillo de donde salía la antena.  Así les servirá de nuevo”.  

Cuando llegué a casa con la solución mi madre, escéptica, tomó un tenedor y lo clavó en el tornillo de donde salía la antena.  ¡Magia!  Las imágenes en la Tele empezaron a salir de nuevo.  

El único problema que teníamos era que como el tenedor no se podia mover teníamos que cambiar La Tele de posición para que la imagen saliera nítida.  Algunas veces la imagen empezaba a mostrarse con estática y eso sucedía cuando el tenedor aflojaba.  Lo teníamos que clavar de nuevo firmemente para que la imagen saliera bien.

Así con esa Tele blanco y negro clavada con un tenedor pasé años de años viendo televisión.  

Hace unos días compré un televisor de 55 pulgadas, pantalla plana, donde puedo conectar a través del wifi la internet y ver Netflix y Spotify, HD y no se que más.  Al usarlo por primera vez y descubrir funcionalidades que en mi vida creí que existieran me recordé con nostalgia de mi Tele blanco y negro de 21 pulgadas. 

Nunca en mi vida creí que pudiera poseer y comprar un televisor como el que tengo ahora.  Ni en mi imaginación más descabellada me pasó por la cabeza.  Y aunque disfruto de mi nuevo televisor, me encantaría tener todavía esa Tele blanco y negro que aunque no sirviera, pudiera tener como trofeo en algún rincón de mi casa.  Porque como fuera la disfruté y me hizo feliz.

lunes, 6 de julio de 2015

La última travesura de mi abuelito





Ayer mi abuela me contó una historia increíble.  Mi abuelo tenía Diabetes. El y todos en la familia lo sabíamos.  El tenía que llevar una dieta estricta sin azúcar.  Mi abuela se esmeraba en prepararle comidas nutrientes y sin azúcar para mi abuelo. Yo sé que cuando te prohíben algo que te gusta mucho quieres hacerlo más. Es una obsesión.  ¿Pero hasta que punto el romper las reglas es permisible?

Mi abuelo le decía a mi abuela que iba a ver al vecino, Don Oscar. Ese era un ritual de todas las mañanas. Mi abuelo era ciego así que mi abuela le decía que lo acompañaba.  El le decía: “No, dejáme, yo lo hago solo.   Ya sé por dónde irme para no tropezarme”.  Conforme los años la ceguera junto con la vejez habían hecho a mi abuelo lento y necesitaba mucha ayuda porque se desorientaba.  Pero mi abuelo era terco y además odiaba depender de los demás.

Entonces la terquedad con ese sentimiento de independencia lo hacían imposible cuando quería hacer algo solo.  Puedo hasta escuchar su voz de fastidio: “¡Dejáme! ¡Yo puedo solo!”.

Mi abuela entonces lo dejaba ir solo pero le decía: “Te voy a estar vigilando”.  Entonces mi abuela se paraba en la puerta de reja para observarlo a través de ella.  La casa de Don Oscar era literalmente a 10 pasos de la casa de mis abuelos.  Cuando él llegaba a la puerta le gritaba a la abuela: “Ya llegué.  Andate a hacer tus cosas”.   

Mi abuela entonces se entraba a la casa a hacer sus quehaceres sabiendo que mi abuelo estaba donde don Oscar.  

Don Oscar tenía un aparato para chequear el azúcar porque él mismo es diabético.  Chequeaba en las mañanas a mi abuelo cuando lo iba a visitar y llegaba todas las tardes a la casa de mis abuelos con su aparato para chequearlo de nuevo. Pero había algo peculiar por las tardes.  El azúcar de mi abuelo estaba por los niveles más altos.  Don Oscar le preguntaba a mi abuelo: “¡Pero que fue lo que comiste César!  Si por la mañana te chequee el azúcar y estabas bien y ahora el nivel de azúcar está por las nubes!”. 

Mi abuelo le contestaba que no había comido nada con azúcar.   Mi abuela entonces le contaba a don Oscar lo que le había dado de comer y ninguno de los dos se explicaba el por qué el azúcar de mi abuelo había dado un cambio tan drástico de la mañana a la tarde.

Una noche de noviembre a mi abuelo se lo llevaron al hospital porque le dio un coma diabético.  Pasó casi dos meses en el hospital y lo operaron varias veces en ese tiempo. Al final murió de un infarto.

Fue una noticia triste para todos los de la familia.  No comprendíamos el por qué había sido así tan de repente.  Aunque uno siente que está preparado para la muerte de un ser querido, nunca lo está en su totalidad.

Unas semanas después de la muerte de mi abuelo, mi abuela fue a la tienda.  Hay que caminar más o menos media cuadra y hay que cruzar una calle donde pasan carros para llegar a la tienda.

Mi abuela le dijo a la señora de la tienda lo que quiere comprar y la señora le dice: “Ya no vino el señor por sus dulces”.  Mi abuela le dice: “¿De que señor me habla?” a lo que la señora contestó: “De su esposo.  Ya no vino por sus dulces.  El me pidió unos dulces de chocolate con leche que yo ni vendo pero me rogó que se los comprara.  Venía todos los días por sus dulcitos pero ahora no lo he visto”.  

 Mi abuela estaba confundida.  No entendía lo que la señora le decía.  Empezó a indagar a las horas en que llegaba mi abuelo por los dulces y resulta que era a la misma hora que él iba donde Don Oscar.  Entonces mi abuela concluyó que en cuanto mi abuelo decía “Ya llegué.  Andate a hacer tus cosas” y ella se entraba a la casa, él daba la media vuelta y se iba a la tienda.  Mi abuela se angustió y le dijo a la señora: “¡pero si él estaba ciego!  ¿Cómo se podía cruzar la calle?”  y la señora le contestó: “le pedía al señor de las verduras que lo ayudara a cruzar o cualquiera que estuviera por ahí”. 

Entonces la señora le dijo a mi abuela: “¿Le lleva usted sus dulcitos al señor? Solo por él los compré porque yo no los vendo.  A mi no me sirven esos dulces”.  Entonces mi abuela le contestó: “Mi esposo falleció hace unas semanas por comerse esos dulces.  El era diabético”.

Ahora que estoy escribiendo esta historia mis ojos se llenaron de lágrimas.  Me da cólera que mi abuelo haya hecho eso y si estuviera todavía vivo lo estaría regañando en este mismo momento.  Puedo comprender que el diabético siempre busca lo dulce y me imagino que con la edad uno se vuelve más obsesivo con esas cosas.  Pero luego me pongo a pensar ¿Buscó mi abuelo su propia muerte?  Yo sé que ya estaba fastidiado de la vida.  La ceguera y el hecho de haberse hecho dependiente de las demás personas le molestaba muchísimo.  ¿Lo habrá hecho a propósito?  Siempre me quedaré con esa duda.

La verdad es que al final mejor solo concluyo con decir que esta fue la última travesura de mi abuelito.  Seguro se estará riendo de saber que ahora lo sé.  ¡Abuelito bandido! ¡Algún día te lo reclamaré!

martes, 17 de marzo de 2015

Problemas de Lujo




                                                          Foto Prensa Libre: Victor Chamalé


Estoy con la cabeza que parece un globo que se infla de tanto aire que ya se sabe que de repente ¡PUM!  explotará y mi cabeza se hará añicos.  Pero mi cabeza no está llena de aire sino que de pensamientos y esos mismos pensamientos  son los que no me han dejado escribir por días. 

Lo peor para un escritor es no poder escribir.  Pero a veces no se tiene la inspiración por más que se busque.  Antes de este escrito he intentado escribir dos o tres veces más.  Solo que en lugar de arrugar el papel y tirarlo al sesto de la basura solo hago un click en “no grabar”.

En estos días han sucedido tantas cosas que me hacen pensar que la vida a veces te da jugarretas para que aprendas algo pero que tienes que prestar atención para saber qué es lo que tienes que aprender.

Ayer estaba hablando con mi amiga Claudia de su supuesto viaje a Europa en octubre de este año.  Es un regalo para su hija, Mariandré, que quiere conocer Amsterdam y  Paris y quieren que las acompañe a estos lugares que yo ya conozco demasiado bien.   La discusión que tuve con mi amiga era que yo no quería ir a Paris porque ya he estado varias veces.  Le dije que mejor fuera ella con Mariandré. 

Después de la discusión con Claudia, abro mi computadora y veo esta noticia: Hombre Traslada en Carreta a su Conviviente Enferma. Se me salieron las lágrimas.  Yo discutiendo con Claudia diciéndole que no quiero ir a Paris más y este señor llevando a su mujer por cuatro kilómetros en una carreta así tan a la intemperie y a la vista de todas las personas.  

A veces no nos damos cuenta que simplemente tenemos problemas de lujo.   Que en realidad no son problemas, que somos unos seres sumamente mal agradecidos, que tomamos las cosas como se dice en inglés “for granted”,  como si siempre las fuéramos a tener.

Recuerdo que a mi abuelito César  -que en paz descanse-  lo que más le dolió en el mundo fue perder el  sentido de la vista.  El se fue quedando ciego gradualmente.   Lo odió porque a él le fascinaba leer.  Algo tan sencillo pero para él era algo importante en su vida.   

¿Qué sería de mí si pierdo la vista o si me quedo sin manos?  No podría escribir o leer, dos cosas que para mí son esenciales.   

Tengo un amigo muy querido que hace poco se cayó de las escaleras de su casa.  Se dio un golpe en la parte de atrás de la cabeza de tal manera que quedó inconsciente.   Su pareja escuchó cuando se cayó y fue a rescatarlo.  Si su pareja no hubiera estado en ese momento en casa mi amigo se hubiera muerto porque se estaba ahogando con su propia lengua ya que se le había volteado para dentro. Normalmente la pareja de mi amigo trabaja en Brasil así que está fuera de casa por meses.

De pura casualidad cuando mi amigo se cayó su pareja estaba ahí.  De pura casualidad mi amigo se salvó.   Ese golpe dejó a mi amigo inconsciente.  Cuando despertó no podía hablar, cuando empezó a hablar no podía decir oraciones,  tampoco podía saber la diferencia entre español y holandés.  No reconocía a nadie, no sabía dónde estaba o de dónde venía.   Mi amigo es de Guatemala y las cosas esenciales como frijoles, Antigua Guatemala o la palabra Chapín (apodo de los guatemaltecos en centroamérica) no las recordaba.

Mi amigo tardará 6 meses en ser rehabilitado y los doctores no pueden decir si quedará completamente bien o tendrá secuelas del accidente.  Así que por el golpe él ha perdido tantas memorias y a lo mejor tendrá secuelas corporales.

Yo me puse a pensar que si algún día yo me golpeo de esa manera y no recuerdo de dónde vengo, no recuerdo Guatemala, no recuerdo mi niñez, mis amigos, mi comida, mi familia, ni nada de eso tan importante en mi vida, que me ha hecho lo que soy entonces ¿Quién seré? ¿Qué será de mi?  ¿Qué quedará de mi?

Entonces si voy o no a Paris este año de nuevo ya no tiene importancia.  Es más, estaré agradecida de ir una vez más.  

Recuerdo una vez, en uno de mis viajes a Guatemala, que tuve el atrevimiento de irme en bus desde la ciudad capital hasta Sololá, para luego ir a Panajachel en otro bus.  Conocí a una señora en Sololá que viajaba con sus hijos gemelos.  Recuerdo su rostro como si lo estuviera viendo ahora mismo:  Arrugado, quemado por el sol pero sonriente.  La señora carecía de los dientes frontales superiores más sin embargo su sonrisa era de oreja a oreja y a uno no le quedaba más que sonreir con ella.  Nos pusimos a hablar y entre la plática le pregunté cuál era su mayor deseo.  Me dijo con un suspiro y con ojos brillantes:  “Mi mayor deseo es ir a la ciudad capital de Guatemala”. 

¡PUM! Ahora si, mi cabeza estalló y se hizo añicos.